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Un día perfecto

Pocas cosas son tan serias como el humor. La comedia es un género con el alma negra, por mucho que haya quien prefiera trivializarla y convertirla en una sucesión de parodias inanes despreciando el potencial reflexivo y cáustico de la risa (amarga). Un día perfecto, el último trabajo de Fernando León de Aranoa, inspirado en la novela Dejarse llover de Paula Farias, pertenece a esa estirpe de comedias dolorosas en las que el humor nace de nuestro propio absurdo y, sobre todo, de nuestra impotencia.

Un día perfecto es una suerte de road-movie quijotesca, donde hidalgo y escudero han sido sustituidos por un grupo de cooperantes -magnífico el reparto, con Tim Robbins y Benicio del Toro a la cabeza- que pretenden arreglar -cuerda en mano- algo que se nos alcanza irreparable. El contexto -los Balcanes, años 90- no es más que una elección cronológica en una película que describe, a través de ese viaje en círculos hacia ningún lugar, el desolado paisaje de cualquier guerra. Camino sembrado de minas y odios donde la supervivencia acaba suplantando a la vida.

Sólida composición de personajes, dirección firme y diálogos inteligentes -que no pretenciosos- donde solo parecen sobrar la trama emocional (poco o nada aporta la presencia de Katya) y en la que, sin embargo, ganan terreno los secundarios y sus silencios, ya sea el traductor (estupendo Fedja Stukan), ya ese pequeño Nikola que, en su relato, recuerda a otro niño igual de trágico y de soñador: el inolvidable Vanka de Chéjov. No se abusa, y se agradece, de las posibilidades melodramáticas que ofrecían trama y personaje, dibujando su tragedia desde esa (inteligente) contención a la que León de Aranoa nos tiene acostumbrados en su cine.

La fábula es mínima -una trama sostenida, apenas, por unos palmos de cuerda- pero la capacidad para captar estados, emociones y personajes es máxima, de modo que seguimos la peripecia no tanto por lo que sucede sino por lo que intuimos que está sucediendo, que ha sucedido y que, por desgracia, puede suceder. No hay apenas sangre ni violencia en la pantalla, aunque nuestra mirada la dibuje a cada paso y la película sepa sugerirnos, sin mostrarnos, el horror de la guerra. No hay subrayados, ni en la comedia ni el drama, así que su contención puede confundirse con frialdad. Personalmente, es en ese tono de aparante distanciamiento brechtiano donde encuentro su mejor virtud, porque la historia nos trata como adultos y nos deja elegir el tono -y la reacción- ante cuanto vemos, sin forzar la carcajada ni obligarnos a las lágrimas. En definitiva, un ejercicio de cine sutil y una película cervantina no solo recomendable sino, también, comprometida.

 
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