La desorientación en la cultura
Confusión, falta de referentes, sensación de vagabundeo general, no saber hacia dónde se va, falta de fe en el porvenir, desencanto, incertidumbre. Nuestras referencias colectivas se han desintegrado una tras otra y la desorientación es general. No, nuestra época no es una época fácil sino que destaca por su complejidad. Nunca habíamos tenido tanta información, tanto detalle pormenorizado del estado del mundo y a su vez, nunca había sido tan confusa y débil la comprensión del conjunto. La realidad se siente como un caos progresivo, el capitalismo, sacudido por convulsiones estructurales, disminuye nuestra confianza en la huida hacia adelante y el futuro parece acosado por una globalización que más bien se intuye será una detonación en cadena. El desconcierto actual es planetario y afecta todas las esferas de nuestra vida: la familia, la identidad, la vida social, la relación entre géneros, la identidad sexual, la educación, los hijos, la moda, la alimentación, las nuevas tecnologías. La incertidumbre se extiende, se globaliza, es el sentimiento más mundializado hoy en día. Dentro de este panorama, la cultura se ha transformado radicalmente. Nuestra época es testigo del advenimiento de una cultura que conquista todas las esferas de la vida, los estilos de vida y las actividades humanas, una cultura que ya no puede considerarse una superestructura de signos dentro de otra superestructura, la ordenación simbólica del mundo, adorno u ornato, sino que se ha convertido en el mundo mismo, en una <cultura-mundo>. Bienvenidos a la era de la <hipercultura universal>, una cultura que ha trascendido sus propias fronteras y mediante una ruptura histórica ha disuelto las antiguas dicotomías entre economía/imaginario, real/virtual, producción/representación, marca/arte, cultura comercial/alta cultura. Ha reconfigurando el mundo en el que vivimos y la civilización que vendrá. Así lo expresan el sociólogo Gilles Lipovetsky y el escritor y crítico de cine, Jean Serroy en el ensayo, La cultura-mundo, Respuestas a una sociedad desorientada. Esta hipercultura o cultura-mundo a la vez que organiza, desorganiza a mayor escala las conciencias, las formas de vida, la existencia individual. El mundo está desorientado, inseguro, desestabilizado, no es algo pasajero sino cotidiano, y lo será de forma estructural y crónica. Para entender las causas de esa desorientación los dos autores franceses hacen caso omiso del riesgo teórico que comporta embarcarse en la tarea de analizar la cultura hoy por hoy, y nos presentan su riguroso análisis.
La cultura-mundo, Respuestas a una sociedad desorientada, es un ensayo publicado en Francia en el año 2008, y en España, por la editorial Anagrama en el año 2010, con traducción de Antonio-Prometeo Moya. Un libro necesario, de lectura obligatoria, que funciona como asidero en el vendaval de desconcierto contemporáneo. Resulta imposible leer a Gilles Lipovetsky sin sentirse un síntoma cultural, algo así como un estornudo del gran resfriado hipermoderno, pues el diagnóstico, certero, se vuelve espejo de nuestras dicotomías íntimas. La combinación con Jean Serroy, con quien ya había trabajado en el excelente ensayo, La pantalla global (2007), resulta tan eficaz, que por momentos parece que uno esté leyendo el manual apócrifo de su propia vida, leyendo las letras pequeñas del contrato social al que todos estamos suscritos. Y esto resulta gracias a la capacidad de penetración y análisis respecto a la sintomatología que presenta la sociedad hoy. Tarea compleja que abordan con sencillez y desde un punto de vista productivo, que no sucumbe a la neurastenia apocalíptica y se centra en el análisis, en la búsqueda de un diagnóstico y un tratamiento adecuados que nos ayude a entendernos y a llevar a buen puerto este complejo y apasionante momento de la historia que nos toca vivir. Un referente para navegar las difíciles aguas del día a día.
El mundo nunca ha sido tan pequeño. Las nuevas tecnologías han reconfigurado nuestra relación espacio-temporal con el mundo y lo han convertido en un microuniverso gracias a la rapidez de las redes de comunicación, accesibles desde todo punto del planeta. La información se transmite simultáneamente, y cuando algo afecta a una parte del mundo, afecta a todo el conjunto. Pero esta eficacia en la información –de una rapidez y abundancia desmedida- no se equipara a la comprensión y el entendimiento de lo que nos acontece. Cuanto más tranquilos deberíamos estar, apunta Gilles Lipovetsky, por los beneficios que nos reportan los avances que nuestra sociedad ha conquistado: prolongación de la vida, una eficacia médica inconmensurable, avance del reconocimiento del lugar de la mujer en la sociedad actual, aumento del nivel de vida, educación para todos, liberalización de las costumbres, entre otros, más crece la ansiedad, la depresión e inquietudes de toda clase. El malestar en la cultura no es un episodio novedoso, muchos son los autores que han abordado y denunciado los riesgos que el progreso acarrea en su seno. De Rosseau a Nietszche, pasando por Marx, Heidegger, o Fromm, no se ha dejado de insistir en la corrupción que el avance acarrea. Pero el panorama actual es muy complejo, como apuntan Lipovetsky y Serroy. La cultura ha transformado radicalmente su <peso> y ha adquirido una importancia y una centralidad inéditas, tanto en la vida económica de las naciones (hoy por hoy, en EEUU se reportan más beneficios por las exportaciones respecto de la industria del cine que las producidas por la industria aeronáutica), como en la vida privada. Sobreviene una cultura del tecnocapitalismo planetario, de las industrias culturales, del consumismo total, de los medios y las redes informáticas. Con el incremento de productos, imágenes e información, el capitalismo ha absorbido de manera radical la esfera cultural y ha erosionado las fronteras que jerarquizaban la alta y la baja cultura, el arte y lo comercial, el espíritu y el ocio. La hipertrofia del comercio cultural y su relativismo, ha homogeneizado y el todo se ha transformado en cultura, una cultura que por primera vez en la historia no está producida por una élite social e intelectual, sino por todo el mundo. De este hecho surgen un sinfín de polémicas en las que destaca el recelo contra la rebarbarización de la cultura y la infantilización de los consumidores, el empobrecimiento de la vida intelectual y la sobrepolitización de la cultura, se critican la producción adocenada y kitsch, acusada de alienar y manipular a la población, se siente como una amenaza para el espíritu y la <verdadera> cultura, ya que caricaturiza las obras elevadas reduciéndolas a un mero producto comercial consignado a brindar solo entretenimiento. Rigurosamente adscripta al ritmo frenético de novedad y demanda, la cultura de masas debe renovar su oferta, presentarla como algo singular y a su vez tenerla lista para consumir a un ritmo vertiginoso. Los <hiperconsumidores> exigen una velocidad de creación e innovación de artículos que llevan aparejada la proliferación de lo pasajero y lo contingente, nuevos bienes culturales que vienen envueltos de una retórica de la simplicidad que exige del público el menor esfuerzo posible, señalan Gilles Lipovetsky y Jean Serroy. La intención de estos bienes es divertir, dar placer, la posibilidad de una evasión fácil y accesible para todos, con la moda como lógica de funcionamiento. Mientras la cultura en su forma salvaje, mítica, hundía sus raíces en la formación de la persona, en la elevación y mejora del género humano, la cultura de masas se desentiende radicalmente de este ideal de perfeccionamiento en nombre del individualismo hedonista y la distracción generalizada. Entonces la pregunta que suscitan es ¿qué clase de civilización es la que se avecina? ¿Qué tipo de ser humano será el del mañana? A lo que responden apelando sobre la importancia de elevar el nivel de la educación para formar espíritus libres en medio de un universo que rebosa información. Y para comenzar a ordenarnos nos presentan al individuo de hoy.
El star-system del homo pantalicus
Desde finales del siglo XIX, desde que la modernidad entró en su era industrial y progresivamente los nuevos medios de comunicación y aprendizaje entraron en funcionamiento (el tren, el automóvil, el avión, el telégrafo, la fotografía, el teléfono, el disco, la radio, etc), comenzó el primer estadio del cambio en la manera en que nos comunicamos con el mundo. Nos adueñamos progresivamente del espacio-tiempo y la cultura entró en su primera fase de revolución. Pero ninguno de estos inventos tuvo tanto peso en el imaginario común como el que dio origen un dispositivo llamado a ser una de las principales bases de la hipermodernidad: la pantalla. La aparición del cine y su lenguaje da comienzo al primer estadio de lo que Lipovetsky y Serroy han dado a llamar, cultura-mundo, y que es “la cultura extendida del capitalismo, el individualismo y la tecnociencia, una cultura globalizada que estructura de modo radicalmente nuevo la relación de la persona consigo misma y con el mundo”. En sus comienzos el cine americano se exporta y rápidamente se ve en todos los continentes, su lenguaje se vuelve internacional, dando paso a la creación de una nueva figura en el espectáculo moderno: la estrella. La fantasía de hombres y mujeres de todo el planeta queda atrapada de esta figura, de la seducción que sublima y que alimenta el imaginario colectivo. Se convierte ésta en la primera gran producción planetaria, una producción prototípica que aporta un modelo que se fija en el inconsciente colectivo y marca su rumbo. Desde la irrupción del televisor en los hogares, desde los años cincuenta, el cine se disloca y su lenguaje universal rebasa a la pantalla doméstica, la publicidad y la industria de la música. Nace así una cultura completamente distinta a todo lo conocido. La pantalla impone el reinado de la imagen directa, vehículo de emociones y conmociones visuales, triunfo de la inmediatez, la exclusiva, la publicidad, la distracción permanente. Todo lo que es consumible queda entonces progresivamente bajo el dominio de <la estrella>, o mejor dicho, de la degradación que sufre a través del tiempo su figura y que deviene culto a la vedette de temporada o <cultura del vedetismo>. Esta figura mágica que desempeñó un papel fundamental en el éxito del cine, transgrede su dominio y se extiende, junto con la proliferación de las pantallas, a todas las esferas: la política, la religión, la ciencia, los negocios, el arte, el diseño, nada escapa hoy al <star-system>, la cultura queda bajo la influencia de la economía del vedetismo, con el estrellato como perspectiva, con sus listas top de principales, obras más vendidas, premios, palmarés, record de visitas o público. La cultura del famoseo, la del ser conocido para nada, irrumpe en la vida individual. En la cultura domina el ideal de aparecer en los medios, exponer en las ferias y bienales de todo el mundo. La valía de una obra queda supeditada a su valor económico en el mercado. La percepción del mundo es moldeada por un mismo lenguaje que hace evolucionar al ser humano en lo que Lipovetsky y Serroy denominan el hombre pantalla u homo pantalicus. La aldea mediática impone el reino de lo virtual. Hoy no se hace nada sin que un ordenador aparezca por alguna parte. El homo pantaliscus nace, vive, trabaja, se divierte, viaja, envejece y muere, hoy por hoy, rodeado de pantallas. La economía, la sociedad, la cultura, la vida cotidiana, todas las esferas sufren la remodelación de las nuevas tecnologías de la información. La era de la <todopantalla> genera una cantidad inagotable de imágenes y datos que no solo son desparramados por soportes nuevos, sino que además vienen con una comunicación interactiva producida por los propios individuos, el auto-medio, la información descentralizada, de modelo horizontal con una cultura de todos hacia todos. Una relación cada vez más individualizada y personalizada con los medios de información. El <hiperindividuo> de hoy es un consumidor que está continuamente interconectado, ramificado permanentemente en las redes que forman verdaderas comunidades y donde el seudónimo y el avatar se imponen para poder manifestarse. Se busca menos un vínculo que la embriaguez de los contactos y las <amistades> renovadas sin cesar. Se juega a tener otra identidad, otra vida. La explosión de las comunidades virtuales no hace sino expresar la hipertrofia real de la individuación, según concluyen Lipovetsky y Serroy. Una dimensión profundamente narcisista que muchas veces consiste solo en hablar de uno mismo, en darse a conocer, pero que también acarrean verdaderos deseos de compartir, expresarse, participar, lo que aporta una dimensión del individuo actual no como un consumista pasivo, sino la de un <hiperconsumista>, alguien que es a su vez expresivo, participativo, que dialoga y demanda una interacción múltiple, más reflexivo y problemático, opinan Jean Serroy y Gilles Lipovetsky. Pero ¿qué trampas existen en el camino?
Las trampas de la era hipermoderna
Cuanto más se globaliza el mundo más importancia adquieren los particularismos y las exigencias identitarias. Con la cultura-mundo, con la sensación de vivir en un único mundo, aparece por primera vez la conciencia de la globalidad de los peligros, la cosmopolitización de los miedos y a su vez la resurrección de la problemática de las identidades colectivas, las <raíces>, el patrimonio histórico, las lenguas nacionales, adquieren en la cultura-mundo una importancia nueva. A la vez que el mercado y las industrias culturales fabrican una cultura mundial caracterizada por una fuerte corriente homogeinizadora, se multiplican las demandas comunitarias de diferencia: cuanto más se globaliza el mundo, más aspira a afianzarse una serie de particularismos culturales. La uniformación global y la fragmentación cultural van de la mano, dado que el individuo, sin puntos comunitarios de arraigo, busca la identificación y la permanencia en grupos minoritarios y comunidades que le puedan dar esa sensación de pertenencia. Desde el siglo XVIII, desde el comienzo de la ruptura frontal con los grandes sistemas de pensamiento y las ideologías de las civilizaciones precedentes, impera un sistema de valores en el que el individuo, libre e igual, se presenta como fundamento del orden social y político. Ya nadie puede ser obligado a adoptar tal o cual doctrina ni a ser sometido a las normas dictadas por la tradición, tenemos derecho a una <vida a la carta>, con la adopción de los derechos humanos en su versión institucional. Ahora bien, la revolución individualista, con la nueva irrupción de la oferta de consumo y comunicación, y la contracultura, han confluido a la desintegración de los ordenes colectivos (familia, iglesia, partidos políticos, moralidad) el neoindividualismo irrumpe dejando al individuo libre de imposiciones colectivas y comunitarias, ayudando a su desorientación y acentuando la sensación de aislamiento y soledad. Según los autores lo que está en marcha no es otra cosa que un <hiperindividualismo> centrado en la preeminencia de la autorrealización, de marcada tendencia narcisista (proliferación del culto al cuerpo, preocupación por la salud, culto al deporte, cirugías estéticas, etc), que debilita la seguridad del individuo y vuelve problemáticos hasta las costumbres más elementales como la alimentación o la vestimenta. Ante la debilitación de los controles colectivos, los estímulos hedonistas y la superoferta consumista han contribuido a formar un individuo poco preparado para resistir los impulsos internos y las seducciones del exterior. Crece la tendencia al desgobierno de uno mismo. “Cuanto más libre y dueño de sí es el individuo, más vulnerable, frágil e interiormente desarmado parece”, opinan los autores. Lo que deja en evidencia que la incertidumbre es la norma del <hiperconsumidor> que busca respuestas en la web, en las revistas, pero también en los nuevos movimientos religiosos, sectas, nacionalismos, y si su angustia es excesiva y su seguridad escasa, no podrá comer, vestirse, correr, ni hablar, sin un instructor que lo lleve de la mano y le indique los pasos de lo que hay que hacer.
¿Y ahora qué?
Durante mucho tiempo la meta de la cultura era hacer más profundo el intelecto, vivir de acuerdo con la razón. Esta aspiración superior, según los autores, está menos obsoleta que nunca en un mundo dominado por la superficialidad de lo inmediato y lo consumible. Lo que ocurre es que hoy tiene otra misión y es abrir la vida a dimensiones distintas, aportar metas, trazar mapas para volver a caminar en otras direcciones, estimular las múltiples potencias de los individuos y que no se limiten a la sola comprensión del mundo. Por este camino se recupera cierto modo de función eterna, antropológica, de la cultura: educar y socializar a los individuos dándoles metas y la posibilidad de <cambiar de vida>, permitiéndoles hoy aprovechar la multitud de planes, experiencias y horizontes. Eso sí, la era del código unificado, del sentido, dicen, se ha perdido para siempre. En un universo que no reconoce más que al individuo, los sistemas colectivos de sentido ya no tienen una base sagrada, concluyen Lipovetsky y Serroy, y apoyándose en la fuerza positiva de la cultura, opinan que el reto está en <civilizar> la cultura-mundo. Para ello marcan tres grandes objetivos sobre los que construir una política cultural que ayude a afrontar la <Gran desorientación>. En primer lugar señalan la imperiosa necesidad de transformar a fondo la institución escolar, en que se recupere una cultura de la inteligencia. Reconsiderar el testigo de la enseñanza, la cultura general y reconquistar tanto la autoridad del maestro como la legitimidad del alumno en una escuela más abierta, interactiva y participativa, donde se de paso a una nueva formación de cultura general, que contribuya a reconciliar un montón de datos desordenados en un conjunto de conocimientos y valores comunes. En el “doble caos de la abundancia y la inmediatez”, los autores defienden la necesidad de una nueva cultura general que contribuya a una cultura de la historia, que no sea mera cronología plagada de detalles, sino más bien una historia que haga coherente la marcha del mundo, la evolución de fondo de las mentalidades, las artes, las religiones, las técnicas, el derecho, las ciencias, los sentimientos y las costumbres. Por otra parte opinan que también la universidad debe ser reformada hacia una política de la creatividad, que potencie la capacidad de crear, innovar y emprender, ofreciendo a cada cual la oportunidad de ofrecer lo mejor de sí y de contribuir a su manera a humanizar la cultura colectiva. Por parte del Estado se debe trabajar en regenerar la confianza, rehabilitar la cultura del trabajo, la del mérito y rehabilitar la cohersión social. En materia urbanística muchas son las propuestas que plantean en el libro Gilles Lipovetsky y Jean Serroy. Solo movilizando las fuerzas creadoras de riqueza y crecimiento, dicen, evitaremos la desorientación, el abismo de la desolación. Por parte del estado debe haber una democratización de la cultura, la política cultural debe estar al servicio de la educación artística y no de los promotores, creadores y artistas. A través de escuelas municipales, conservatorios, y otras academias, la democratización del arte debe pasar por dar respuesta al apremiante y creciente interés de expresión de los individuos. Hay que preguntarse, dicen los autores, lo que debe ser hoy una política cultural, si no quiere reducirse a un tonel de Danaides que beneficia sólo a unos cuantos y derrocha sin cesar los fondos públicos. “En el mundo desorientado, la cultura debe verse como un instrumento privilegiado que hace posible el progreso y la autosuperación, la apertura a los demás, el acceso a una vida menos unidimensional que la del comprador”.
Conclusión
Quienes hayan leído a Lipovetsky concluirán conmigo en que La cultura-mundo resulta un compendio de lo que ya había expuesto en otras ocasiones, como por ejemplo en La pantalla global, aunque no deja de aportar nuevos enfoques que refrescan y resultan estimulantes. En concreto me parece un libro mucho menos optimista de lo que suele resultar la visón Lipovetskiana, benignidad que le ha valido sus críticas y de la que parece no poder hacer uso eficaz en este libro. Aunque se esfuerza por acotar ideas y soluciones, el futuro y su detonación en cadena parece depender de que esa desorientación generalizada vaya enraizándose a una cultura reconciliada consigo misma y con su pasado, que nos procure una visión de conjunto, adhesión y coherencia. La cultura debe ser democratizada como vía de expresión y un medio que nos inculque el deseo por trascender nuestras limitaciones y superarnos, que nos inculque respeto por nosotros mismos, que nos ayude a tomar las riendas de nuestra propia vida y guiarla más allá del paraíso de lo efímero.
Encuentro similitudes en la propuesta con construcrivismo ruso. No sé si estoy en lo cierto pero si no es así y alguien quiere corregirme, adelante.