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Historias por contar

Ella toca el violín. Para ser precisos, lo acaricia, desliza los dedos de la mano izquierda por sus cuerdas. Su mejor amigo, el abrigo de noches de soledad. Él, canta. Un prodigio. Una voz grave, contundente, pero que embauca. Sube notas, las baja. La decena de personas que rodea a la pareja contiene la respiración. Silencio en un barrio de calles estrechas y paredes que amplifican el sonido del violín y la voz de él. Hay más músicos callejeros como aquellos dos en el barrio antiguo de la ciudad, pero ninguno como ellos. Ella mira a su compañero; él, de reojo, también la mira de cuando en cuando. ¿Qué se dicen con la mirada? Respeto y admiración por el otro, esa tabla de salvación a la que asirse. Ella llegó a la ciudad hace un año con una mano delante y otra detrás, sin más compañero de viaje que una pequeña maleta y su violín; él ya lleva algún tiempo más, tampoco demasiado. Se dicen cosas con la mirada, decía. Miradas en las que la vida ha dejado impresas imágenes que nunca se marcharán. Ella vive. Su madre, padre y hermanas, no. La primera y las terceras pasaron a mejor vida, tiro en la nunca mediante, después de que los paramilitares las violaran hasta quedarse sin fuerzas. Lo del segundo forma parte de ese repertorio de imágenes impresas que quisiera olvidar y nunca podrá. Ella, oculta en el pajar, allí donde la familia protegió y escondió a la más pequeña de la familia, lo vio todo. Aferrada a su violín, lloró en silencio. Llegada la noche, huyó. Y ahora ella lo mira a él en aquella calle del barrio histórico de la ciudad en la que aterrizó sin saber que la historia de él es parecida a la suya; que su mujer e hijos fueron asesinados mientras luchaba por su futuro, por su libertad; y que todavía paga, sin que ella lo sepa, el precio de un futuro incierto a una banda de mafiosos que lo sacó de su país.

Ni uno ni otra conocen sus respectivas historias porque desconocen sus lenguas. Tocan, se entienden con la música. Y de ella viven. O lo intentan. Por eso, al final de día, cuando las luces de las farolas arranquen sombras a la oscuridad, contarán las monedas que decoran el fondo del estuche del violín de ella. Y compartirán un bocadillo y una botella de agua en uno de los bancos de la plaza central. Se mirarán como hacen todos los días y se sonreirán con esa sonrisa que lo dice todo. Y si el día se dio bien, hasta compartirán cama y algo más en cualquier hostal de la zona. Una cama en la que se dirán las pocas palabras que conocen en el idioma de la ciudad que los acoge. Palabras que hablan de amor, de compañía, de vencer a la soledad. De cariño. Ella, con su violín; él, con su voz.

 
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