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La veía pasar todos los días, a la misma hora

El tipo en cuestión, menudo, entradas profundas en una calva que peina canas en la sienes, y mirada afilada, seria, se sienta en un banco; el mismo de todos los días. Y entonces la ve pasar, siempre a la misma hora.

Ella es también menuda, poquita cosa a ojos de cualquier hombre que no sea él; melena a medio rizar, seca de carnes y unos profundos ojos marrones que, eso sí, destilan el deseo de una compañía que alivie su soledad. Ella entra siempre a la misma hora a tomar café en una cercana cafetería, la misma ante cuya puerta, sentado en el banco, está él, periódico en mano, levantando la vista por encima de las arrugadas hojas para verla entrar allí todos los días. A través de los cristales -la cafetería es pequeña, barra alargada y cinco mesas repartidas por el local, una de ellas junto a la ventana, precisamente donde ella se sienta con una amiga-, la observa fijamente. Y entonces sueña con ella, llevándola de la mano por paraísos que sólo su imaginación es capaz de concebir; compartiendo platos que sabe que existen porque ha oído hablar de ellos a afamados cocineros y restauradores; apurando una copa de vino -de las caras, de perdidos al río- mientras los dos contemplan un lánguido y encendido atardecer antes de que, minutos después, sus cuerpos se entrelacen entre sábanas blancas impregnadas de sudor y olor a pasión.

Y así durante algo menos de veinte minutos, el tiempo que ella tarda en apurar el café de todos los días y la conversación con su amiga. Sonríe mucho, a veces tuerce el gesto, pensativa, y otras se echa a reír con tanta fuerza que él, desde el banco, cierra los ojos y suspira por compartir esa risa un día tras otro sin más límite que la eternidad. Luego la ve salir, despacio, con su pequeño bolso a cuestas, echando un vistazo rápido a su teléfono móvil, antes de otear el paso de peatones que la devolverá a su oficina. Él, que ha subido el periódico para que ella no lo pueda ver, lo baja despacio, afinando su mirada, como los francotiradores más precisos. Entonces la ve cruzar la calle y perderse su silueta por la puerta de un oscuro portal que ciega su vista, pero no su imaginación, que todavía bullirá durante un rato más. Luego arroja el periódico en una cercana papelera y comienza a caminar sin rumbo fijo, silbando una vieja melodía que, espera, susurrarle al oído algún día.

Y así hasta mañana, cuando vuelva a verla. A la misma hora de todos los días.

 

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