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ISLA PERPETUA

Hace años, mi amiga Luisa tenía como vecina a una ancianita que hablaba con los presentadores del Telediario. La soledad de la vejez, que seguramente habría provocado que aquellos rostros fueran para ella los más familiares en su vida, y una incipiente demencia senil hicieron que esta señora confundiera lo que veía en la pantalla con su realidad cotidiana. La anécdota me inspiró ternura.

En cambio, hoy soy yo la que confunde la realidad con la ficción, y me encuentro con que, a menudo, no sé si con tal personaje he tenido relación personal o si, como una espectadora más, solo lo he visto aparecer en los medios de comunicación. Podría justificarme diciendo que llevo años trabajando en televisión, a lo largo de los cuales he coincidido con muchas caras conocidas. Pero, he de admitir que cualquiera podría leer entre las líneas de mis lapsus el trasfondo de una futura demencia senil.

Así que, puede que esta circunstancia, la de confundir la realidad personal con la catódica, haya influido considerablemente en mi inmersión hipnótica en la lectura de Isla Perpetua, de Juan Luis Marín. Aunque, de la misma manera, mi relación con el medio me hizo tardar una semana en decidirme a leerlo. Porque Juan Luis, que realmente fue subdirector de Supervivientes, relata lo que esconde la realización de un reality de televisión, llamado Náufragos en su historia, en el que un grupo de famosos debe sobrevivir en una isla del Caribe. Pensé que la novela podría ser solo un libro más sobre las entrañas de la tele, esa parte que casi nadie ve, pero que para nosotros es el pan nuestro de cada día.

Pero, nada que ver con lo que me he encontrado. Isla Perpetua es una novela sorprendente. Y digo “sorprendente” utilizando este adjetivo en su uso más amplio. Es sorprendente la estructura, el estilo, los protagonistas, la historia, la forma de sembrar el texto de pistas sobre la posibilidad de que, en medio de la más pura ficción, muchas de las historias que se relatan sean reales, y algunos de los personajes, de carne y hueso. Es un juego. Un juego en el que no puedes sustraerte de pensar si algo ocurrió realmente o no, o si algunos de los disparatados nombres encubren a fulanito o a menganito.

Cómo evoluciona el relato, cómo se van enlazando los acontecimientos y el desenlace no pueden dejar indiferente a nadie. Imposible. Y menos a mí, que he caído en el juego como una ludópata.

 

 

 

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