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Lo del Concilio de Clermont y el Papa Urbano II

Mira que ocurrieron cosas tal que un 27 de noviembre como el de hoy: que si Alfred Nobel firmó su testamento hoy hace 124 años, legando su fortuna para premiar todos los años a aquellos que destacaran en algo provechoso para la humanidad. Él, que tenía unos remordimientos del copón por eso de haber inventado la dinamita, que anda que no se habrá llevado peña por delante. Por ejemplo. Pero es que uno es fan de la peña que la lía parda, pero parda parda; de fulanos y fulanas capaces de montar un Cristo de tres demonios sin darse cuenta —o sí, que aquí hay de todo—. Y uno de mis preferidos en estas lides es Urbano II, Papa de Roma, que tal que un día como el de hoy del año 1095 exhortó al cristianismo a lanzarse contra las murallas de Jerusalén y recuperarla para la causa, pues por aquella época estaba en manos de los infieles. Por sus cojones morenos, el colega. Vamos al lío.

Urbano II cumplía su séptimo año como Papa de Roma, y para celebrar la efemérides no se le ocurrió nada mejor que aprovechar el Concilio de Clermont para proclamar que Dios quería recuperar Jerusalén, que se lo había dicho a él —Deus vult, Dios lo quiere, fueron sus palabras—; que para eso era Papa.

Eso sí, no os creáis que esto fue levantarse un día con el pie derecho, o encabronarse por haber pisado una boñiga y soltar aquello. La cosa ya la rumiaba desde hacía dos años, desde el anterior Concilio, el de Piacenza; pues sabía, y conocía —para eso era Papa— que el percal no andaba muy allá en tierras donde nació y penó Jesucristo. Demasiadas noticias de atropellos contra la cristiandad, de atrocidades cometidas contra ella por los infieles. Nada menos que en las tierras donde se encontraban el Santo Sepulcro, el Monte de los Olivos. En fin, tierra santa.

Así que fue llegar al Concilio de Clermont y ver el cielo abierto —incluido a Dios. Para eso era Papa—. Primero, porque Alejo I Comneno, emperador de Oriente, reclamaba ayuda para detener a los Seléucidas, que eran un clan turco que raro era el día que no hostigaban sus tierras y a sus gentes; clan con un historial de tierras arrasadas, muertes y desolación desde Irán hasta Constantinopla que lo flipas. Y segundo, porque ya que los nobles europeos se dedicaban a darse los buenos días, buenas tardes y buenas noches entre ellos a la menor ocasión, y cuando no se cebaban como cochinos jabalines, que dicen en mi pueblo —recuerdo: Valverde de la Vera, provincia de Cáceres—, y se bebían el Danubio, el Volga y el Manzanares juntos, de alguna manera había que entretenerlos en una causa común. Y lo tenía cristalino, el tipo: todos a Jerusalén, a recuperar aquellas tierras para la Cristiandad. Y ojo, que Dios lo quiere, ¿eh?

Cuentan las crónicas que aquel día, ese 27 de noviembre de 1095, pidió que le montaran una plataforma a las afueras de la ciudad para que lo pudiera escuchar cuanta más peña mejor, que en la catedral cabían cuatro gatos y lo que tenía que decir era importante, muy importante. Y tanto que lo era. Al grito de Dios lo quiere, repito, exhortó a la peña —más caliente con el asunto que el palo de un churrero, todo hay que decirlo— a coger el petate y el camino de San Fernando —ya lo conocéis. Siglo XI. No se podía esperar otra cosa— hasta Jerusalén; y con indulgencia plena y bienes declarados como inviolables —para quien los tuviera, claro— para todos los que se lanzaran a la aventura.

Así germinó la Primera Cruzada, las que vendrían después, y todo lo que tenemos ahora.

Y es lo que tenía que contaros hoy.

 

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