Hoy es día gordo, de recordar algo gordo. ¿Quién la palmó? Bueno, sí, tal que hoy hace 515 años la palmó Isabel I de Castilla, a la que llamaron la Católica; la abuela de mi colega Carlos, por si necesitáis más datos. Pero, más allá de este apunte, el día es gordo gordo porque tal que un 26 de noviembre pero de 1942 se estreno Casablanca. ¡Ah! Palabras mayores; que fue el día que descubrimos que, pase lo que pase, sean cuales sean los sinsabores que nos embarguen y los temores que nos amenacen, siempre nos quedará París.
París. Ni más ni menos, que cantaban Los Chichos; que, a diferencia de la protagonista de la canción, la película, que es más bonita que las rosas, no se marchita con el tiempo. Que es eterna, vamos. Al lío.
Como supongo que la habréis visto unas cuantas veces —y quien no, queda excomulgado desde este mismo momento—, la cosa iba de un bar donde paraba todo Cristo: desde prófugos de la justicia hasta los nazis malos malísimos, pasando por un capitán francés que hacía la vista gorda a lo que allí se cocía —mítica ya su frase: “¡Qué escándalo! He descubierto que aquí se juega!”—. Y luego estaba Rick Blaine, el dueño del bar —Humphrey bendito de mis amores—, ese personaje que todos hemos soñado ser alguna vez. ¿A que sí? Pues eso.
Ahora, que la peli tuvo su miga, no os creáis. Para empezar, la Warner Bros tuvo que soltar 20.000 dólares de la época, que ya eran dólares, para hacerse con los derechos de la obra de teatro Todos vienen al bar de Rick, de Murray Burnett y Joan Allison. 20.000 pavos, repito; que se le atragantaron a más de uno y de dos en aquella productora. Por ejemplo, el tipo por el que pasaban todos los guiones, un tal Stephen Karnot, se despachó con un glorioso “una sofisticada tontería”, cuando lo leyó. Y él decidía qué se convertía en película y que no. Pero como se habían pagado 20.000 dólares… Pues eso, a tragar. Lo de la tontería no iba mal tirado, porque —y ahora viene lo mejor, lo que sustentaba su argumentación— aquella obra nunca, repito, NUNCA, se había estrenado. 20.000 pavos por una obra que no tenía ni medio aplauso. Venga, que seguimos para bingo.
La culpa de que la película saliera adelante la tuvo Irene Diamond, encargada de guiones de la Warner Bros; que le fue con el cuento a Hal B. Wallis, un productor. Que si el protagonista es un canalla de los gordos, que mira el otro tocando el piano, qué personajazo, que qué pedazo película va a salir de aquí… Y 20.000 pavos por el guión.
Para empezar, le cambiaron el nombre. Lo de ponerle a la película el de una ciudad se llevaba mucho por entonces. Cuatro años antes se había estrenado una que llevaba por título Argel y no había ido nada mal en taquilla. ¿Y a esta? Casablanca. Total, también está en el norte de África. Cosmopolita, diferente a todas, y tal; para seguir, se rodó por completo en estudio —20.000 dólares. Como para ponerte a buscar localizaciones—, y se aprovecharon decorados de otras películas ya rodadas; y el bar de Rick se recreó en un set en tres partes que no pegaban ni con cola.
Total, que la moto se la vendieron a Michael Curtiz, que dejó hacer —¡qué menos!— a Ingrid Bergman y a Humphrey Bogart —Ilsa y Rick—, a Víctor Laszlo ―Paul Henreid― y al capitán Renault ―Claude Reins―, así como a Sam ―Dooley Wilson—; que en realidad era batería y no tenía ni idea de tocar el piano. Ale, ¿cómo se os ha quedado el cuerpo? Ah, y la música, a cargo de Max Steiner, que venía de darlo todo con la de Lo que el viento se llevó.
3 Oscars se llevó Casablanca en 1943, oigan ―mejor guión adaptado, mejor película y mejor director―, tres Oscars como tres soles. Y cinco nominaciones. Y ahí sigue. Recordándonos que, pase lo que pase, siempre nos quedará París.
Y es lo que os tenía que contar hoy 😊