Vamos a ver cómo os cuento lo de la abdicación de mi colega Carlos, que tuvo lugar tal que un día como el de hoy, 25 de octubre, pero de 1555. Para ser claro, un totum revolutum, un ahí os quedáis, que yo ya no estoy para estos trotes; que entre todos los mataron y él solito dijo que se piraba para Yuste y quedaos con el percal, que el que dejaba —especialmente a su hijo Felipe. Hors de categorie la cosa— era de órdago a la grande, como se demostró posteriormente. Al lío, pues.
Físicamente, los que le vieron entrar en la sala morada del palacio de Coundenberg de Bruselas se quedaron a cuadros. El tipo que allí había acudido parecía tener más años de los que realmente le caían —55 por entonces—, cosido a achaques y con menos ganas de seguir adelante que el reo ante la escalinata del cadalso. Que no estaba ya para muchas coplas se puede advertir en estas dos frases del discurso que abdicación que regaló a todos los presentes, su hijo Felipe incluido:
“Sé que para gobernar y administrar estos Estados y los demás que Dios me dio ya no tengo fuerzas, y que las pocas que han quedado se han de acabar presto…”.
“Y porque ya en este tiempo me siento cansado, que no os puedo ser de ningún provecho, como bien veis cuál estoy tan acabado y deshecho, daría a Dios y a los hombres estrecha y rigurosa cuenta si no hiciese lo que tengo determinado, dejando el gobierno…”.
Todo eso con unas ganas de echarse a llorar que te rilas y otras tantas de largarse en paz a Yuste que iban por el mismo camino.
Ahora, ¿lo dejó todo porque se veía que ya no estaba, como digo, para más coplas? Entre todos lo mataron y él solo se murió, que dije algunas líneas más arriba. Para empezar, sí, estaba hasta los mismísimos de guerrear, de ir de un lado para otro. Y como ya veía a su hijo Felipe preparado —esto no va con segundas, ¿eh?—, pues tomó las de Yuste, repito; a lo que hay que unir que se había quedado más solo que la una: Lutero, Erasmo de Róterdam, Enrique VIII, Francisco I… Todos le habían tomado ya la delantera en eso de coger la puerta de salida; y que de perras andaba con lo justo —y eso que América ya empezaba a generar riquezas a punta pala—, pues sostener tanto territorio costaba lo suyo y su administración muchos dolores de cabeza —el luteranismo cabalgando por el continente, los dominios españoles en Italia consolidados a base de sangre, sudor y lágrimas…—. Tanto le acongojaba el asunto de las perras, que en su testamento llegó a disculparse por querer vivir por encima de sus posibilidades, esto es, tirar de préstamos por aquí y por allá para sufragar los muchos charcos en los que se había metido, préstamos que había que seguir devolviendo. Y cuando las perras entran por un caño y salen por dos o tres… Pues eso.
En consecuencia, que tal que un 25 de octubre de 1555, mi colega Carlos les dijo a todos en Bruselas que él se piraba a Yuste hasta que Dios quisiera —casi tres años, quiso—, y ahí se quedaban con el percal. Que era para montar una fiesta, desde luego, como se vio después.
Y es lo que os quería contar hoy.