Pues tal que un día como el de hoy de 1793, María Antonieta, esposa de Luis XVI, rey de Francia, perdió la cabeza. Pero en sentido literal, oigan. Chas, y se acabó lo que se daba. Y todo gracias al invento de un tal Joseph Ignace Guillotin, un médico que se sacó de la manga un artilugio para procurar una muerte más digna y democrática —todos igual, sin sufrimiento— a los condenados a marcharse de este barrio. Al lío.

El asunto se gestó muchos años antes. Cosa del resentimiento del pueblo francés hacia sus reyes; y en especial, hacia ella, la archiduquesa de Austria, aficionada al teatro y a los grandes bailes, a los juegos de naipes y a la moda. Altiva, frívola y despilfarradora como pocas, que trataba a la plebe como chusma, ese día se llevó todas las guantadas que, precisamente, la plebe tenía tantas ganas de soltarla. Le faltaron carrillos.

Tras años de reinado haciendo lo que les salía de la entrepierna, que ella y su marido, Luis XVI, lo iban a tener crudo —muy crudo— una vez el pueblo francés gritó hasta aquí hemos llegado y se levantó en armas, era tan cierto como que un cocido sin su pizca de sal es un sacrilegio. Y así fue.

Dos días antes, el 14 de octubre, María Antonieta compareció ante el tribunal revolucionario en la Conciergerie. Era ella, lo juran los presentes, porque la vieron salir de la celda en la que fue encarcelada, pero no se parecía ni por asomo a lo que fue. Pálida y fatigada, la calificada como “azote y sanguijuela de los franceses” sabía que de marcharse para el otro barrio no la iba a librar ni Dios; pues aquel tribunal era conocido como el que repartía los billetes de ida para el otro barrio. Y allí le cayó la del pulpo: que si había conspirado contra Francia, que si había promovido intrigas de toda especie, que si había satisfecho sus caprichos desmesurados a costa de arruinar las finanzas del reino; hasta de mantener una relación incestuosa con su hijo Carlos, delfín de Francia, la acusaron. Menos de la muerte de Kennedy, de todo.

Así que aquella mañana del 16 de octubre de 1793 hubo fiesta y regocijo en París. Todo bicho viviente se echó a las calles, llenó balcones, rebosó tejados con tal de no perderse el espectáculo. Y lo que vieron todos los presentes fue a una fulana con las manos atada a la espalda caminito del que mismo que emprendió su marido, Luis XVI, unos meses antes. Una vez despachada, el verdugo levantó la cabeza de la defenestrada para mostrársela a la muchedumbre que abarrotaba la Plaza de la Revolución —la actual Plaza de la Concordia— y grito con furia: “¡Viva la República!”. Pues eso.