Pues tal que un 10 de octubre de 1813 nació Giuseppe Verdi en Roncole (Italia), gloria de la ópera italiana y universal; que dio signos de su precocidad y talento a la tierna edad de tres años, cuando para pasmo de familia y extraños se sentó ante un piano y comenzó a tocarlo como quien se come una bolsa de pipas. Este crío tiene algo, debieron de pensar los padres , que andaban con lo justo —por no decir que las pasaban putas para llegar a fin de mes—, por lo que encontraron la protección de Antonio Barezzi, un comerciante de Busseto y melómano que te cagas, que dijo que sí, que el crío tenía algo. Así que lo mandó para Milán, al Conservatorio; en el que no entró porque no pasó las pruebas de acceso. Así son las cosas.
Total, que el joven Giuseppe regresó a Busseto, allí recibió las enseñanzas de Vincenzo Lavigna, quien le dio a conocer la música italiana del pasado y la alemana de la época, y comenzó a ejercer como maestro de música. El mismo año que se casó con la hija de Barrezzi, Margherita; y tres años después lo petó en Milán —sí, allí. Tócate los pies— con su primera ópera, Oberto, conte di San Bonifacio, que le procuró un contrato que te rilas con la Scala —recuerdo: no había pasado la prueba de acceso del Conservatorio de Milán—. Pero el fracaso de su siguiente trabajo, Un giorno di regno, y la muerte de Margueritta y sus dos hijos lo dejaron para el arrastre. Tanto, que incluso se planteó mandar la música a paseo.
No lo hizo, pues —para fortuna para todos— la lectura del libreto de Nabucco le devolvió el entusiasmo por la composición; composición que estrenó en la Scala en 1842 petándolo más si cabe. Esto lo convirtió en gloria musical de Italia y, asimismo, en símbolo de la lucha por la unificación del país; y por eso empezó a darle la máquina de componer óperas sin parar hasta 1851. Verdi calificó esa época como ‘los años de las galeras’. Pues eso, que si un símbolo, que si una ópera por aquí, otra por allá… Pues eso, atado al asiento de una galera.
1851, decía. La cosa cambió con el estreno de Rigoletto, y dos años más tarde con Il Trovatore y La Traviata. Y a partir de entonces, compuso lo que le apetecía. Menos obras pero de más calidad. Después vino Aída, y aun retirado tuvo tiempo de componer Otello y Falstaff, sobre textos de Shakespeare. Todo eso antes de palmarla el 27 de enero de 1901 a causa de un derrame cerebral. Por cierto, que el día de su entierro, una gran multitud acompañó el féretro entonando el coro de los esclavos de Nabucco.