Hoy se cumplen 448 años de la ocasión más alta que vieron los siglos ni verán los venideros, como la calificó un soldado que allí cayó, y que acabó malamente por culpa de lo que allí ocurrió. Que aconteció cerca de la ciudad griega de Náfpaktos (Lepanto en Italiano), en el actual golfo de Corinto. Pues allí, digo, tal día como el de hoy de 1571 cristianos —aliados de diverso pelaje— y musulmanes —otomanos, para ser más precisos— se dieron hasta en el cielo de la boca, como si no hubiera un mañana. Vamos al lío.
La cosa venía de lejos, con los otomanos tocando las narices más de la cuenta en el Mediterráneo, hasta que decidieron ir más allá, esto es, tierra adentro, y pasearse por ella como Pedro por su casa; como plantarse ante las puertas de la mismísima Viena y decir aquí estamos, que lo sepáis, y tal. Y, claro, eso en pleno siglo XVI acojonaba, así que se formó una alianza —la Liga Santa— compuesta por España, los Estados Pontificios de Su Santidad, las Repúblicas de Venecia y Génova, el Ducado de Saboya y la Orden de Malta, para darle cera al otomano. Al mando de la armada de la Liga Santa se puso don Juan de Austria, hijo bastardo de mi colega Carlos —I de España y V de Alemania, por precisar—, y Alí Bajá al de la otomana.
Y sí, aquello fue una ocasión alta, pero alta, alta. El mar se volvió rojo de la cantidad de sangre derramada, y aquello fue un sindiós de galeras abordadas, de cuellos degollados, de miembros cercenados. La guerra, para qué vamos a ahondar más en el asunto; que acabó con victoria de la Liga Santa, apresando 167 naves enemigas, destruyendo otras 60 y regalando una nueva vida a cerca de 13.000 cristianos que penaban al remo de las embarcaciones otomanas. A cambio, dicha Liga lamentó la pérdida de 17 galeras y la vida de alrededor de 1.700 hombres.
A consecuencia de aquello, España reforzó su hegemonía en el Mediterráneo y frenó el ímpetu otomano, que tenía peor pinta que los pollos que se venden en algunos establecimientos comerciales, así como el de sus aliados corsarios; y a aquel soldado al que me referí al comienzo de estas líneas, le jodieron una mano —la izquierda. No volvería a usarla más—, además de atizarle dos lindos tiros en el pecho, de los que se recuperó. A pesar de eso, el tipo siempre recordaría con orgullo su participación en aquella ocasión; e incluso repasó el episodio y las posteriores penurias que padeció en una obrita que escribió, y que versa sobre un caballero que estaba más para allá que para acá y su escudero bonachón y gordiflón, que pisaba firme el suelo que dirigía su señor.
Aunque, si nos atenemos a lo que os conté el otro día del Papa Gregorio XIII y sus líos con el calendario y tal, lo de Lepanto no existió, como tampoco este siete de octubre.
Esas cosas que pasan.