Momentos en que hemos estado a punto de irnos al garete ha habido unos cuantos a lo largo de la historia; pero de verdad de la buena, uno solo –que sepamos, claro–. Y aconteció un 26 de septiembre de 1983. Y éste sí se supo, pero años más tarde. Lo de siempre, de manera casual y tal. ¿A cuánto estuvimos de dejar de pagar facturas o de fumar? A nada. Y si seguimos aquí ciscándonos en la madre de cada cual o jurándonos amor eterno, entre otras cosas, es gracias a Stanislav Petrov, teniente coronel de las Fuerzas de Defensa Aérea Soviética; protagonista de lo que ya se conoce como ‘El incidente del Equinoccio de otoño’.
Porque el tal Petrov tuvo los santos cojones, así hay que decirlo, de evitar una guerra nuclear. O sea, Estados Unidos y la por entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas endiñándose megatones nucleares como si no hubiera un mañana. Que no lo habría visto el percal.
Situemos la acción: búnker Serpukhov-15, cercanías de Moscú. Catorce minutos pasan de las doce de la madrugada. Calma chicha en el centro de mando de los satélites soviéticos. Lo que es para respirar con cierta alegría, porque tres semanas antes un caza soviético derribó el vuelo 007 de Korean air. Esas cosas que pasan. Entre los muertos, un congresista americano, Larry McDonald. Americano. Pues eso, calma chicha cuando lo normal, visto lo visto, era tenerlos por corbata.
Hasta que suena la alarma. Un tipo gordo, alopécico y de mostacho frondoso pega un respingo en la silla.
–¡Coño!
Petrov, al que esa noche le toca guardia, se acerca hasta la posición que ocupa aquel tipo.
–¿Qué ocurre?
–¡Joder! –se vuelve el fulano al teniente coronel, al que mira con cara desencajada. Después le insiste que eche un vistazo a la pantalla–. ¡Que nos atacan!
–¿Cómo que nos atacan? –pregunta, extrañado, el otro.
–¡Que nos atacan!
La alarma ha saltado tras detectar un satélite ruso el lanzamiento de un misil desde la base de Malmstrom, en Montana (EE.UU.). Americano. El fulano del mostacho frondoso tiene la imagen en la cabeza: misilaco ascendiendo al cielo dejando tras de sí una estela de humo y fuego en medio de campos de maíz o de cebada.
Petrov escruta la pantalla. Se desata el pánico en la sala. Nervios, carreras.
–¡Hay que responder! –chilla uno.
–¡De inmediato! –jalea otro.
Eso indica el protocolo. En caso de ataque, respuesta a la de ya. Más que nada porque, en condiciones normales, el misil llegará a San Petersburgo o Moscú, pongamos el caso, y las dejará como un solar en menos que canta un gallo. Veinte minutos. Pero Petrov mantiene la calma y deja a todos helados con lo que articula:
–¿Sólo un misil? –Sigue mirando la pantalla, extrañado–. ¡Nadie empieza una guerra termonuclear únicamente con un misil!
Pero resulta que al inicialmente lanzado le acompaña otro, y otro, y otro más. Así, hasta cinco. La sala es lo más parecido a una discoteca. Alarma va alarma viene. Sudores fríos, militares que se frotan las piernas, que miran sus respectivas pantallas como si fuera una película de terror.
–¡Cinco misiles, mi teniente! –le grita otro.
Vale, se tranquiliza Petrov. Calcula posibilidades, sopesa opciones. El cuerpo prefiere esperar. Se ha visto en alguna que otra y sabe –otra cosa es que se lo calle– que las máquinas soviéticas suelen ser menos fiables que una escopeta de feria. Puede esperar a que los radares de tierra den la alarma. Tarde, quizás. Da svidániya, tavárishch[1]. Quizás haya tiempo para soltar algún pepinazo como respuesta. Quizás, piensa Petrov, taza de café en mano y paseando pensativo por la sala. Que sigue a lo suyo:
–Os repito que una guerra termonuclear no comienza con cinco misiles.
–¿Y si esta vez sí? –replica un nuevo militar.
Silencio. Que rompe la nueva señal de alarma emitida por la red de satélites Molniya. Ojos concentrados en las pantallas. Más sudores, cuchicheos.
Falsa alarma.
Ni misiles lanzados ni nada. Retumban las risas, los suspiros, alguno que otro se cisca en las máquinas del demonio. Y Petrov, a lo suyo, dando un nuevo sorbo a su taza de café. Muy tranquilo.
–¿Veis cómo una guerra nuclear no comienza con cinco misiles?
Meses más tarde se supo que las falsas
alarmas fueron causadas por una rara alineación del sol sobre las nubes de gran
altitud y las órbitas de los satélites. A Stanislav Petov le cayó una bronca
del copón por no informar de lo ocurrido a sus superiores. Por salvarnos de
irnos todos al garete.
[1] Adiós, queridos camaradas.