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Lo del Ictíneo de Narcís Monturiol

Este país tiene unos inventores cojonudos, sublimes. Luego pasa lo que pasa, algunos caen en el olvido porque sus inventos quedan relegados al cajón del olvido como tantos otros, olvido impulsado de manera negligente por el escarnio político del momento, sea del signo que sea.

Porque desde que el hombre es hombre, ha soñado con dominar todos los medios: el mar, el aire, la tierra… Y dado que las dos terceras partes de este planeta que destrozamos día tras día son agua, lo de dominarla pues como que es algo que el hombre, digo, siempre tuvo metido entre ceja y ceja. Especialmente si se trata de navegar bajo ella, eso de darse un garbeo por sus profundidades. Ya lo intentó Alejandro Magno, que diseñó un barril de vidrio para sumergirse en el mar. Lo malo es que el viaje no iba más allá de lo que durara el aire en su interior, menos o nada; al que siguieron distintas iniciativas con fortuna no muy allá hasta que tal día como hoy de 1859, Narcís Monturiol demostró en Barcelona que se podía navegar bajo el mar a bordo de su submarino Ictíneo. Y eso hizo durante las dos horas que duró la demostración, el tiempo que permaneció sumergido el cacharro nacido de su inventiva; y a pesar de sus manifiestas carencias en formación científica.

Sea lo que fuere, el Ictíneo de Monturiol se sumergió a dieciocho metros de profundidad durante dos horas. Muy artesanal su construcción ―en madera de olivo con refuerzos de roble y una capa de dos milímetros de cobre―, pero sensata, que es lo que cuenta: doble casco para resistir la presión, con tanques y válvulas y un peso móvil que servía para controlar los ascensos y descensos. Y es aquí donde hay que recalcar aquello de las carencias técnicas de Monturiol, ya que el prototipo carecía de la tecnología necesaria ―eso sí, contaba con componentes interesantes para su guiado e hidrodinámica―, y se probó en las aguas del puerto de Barcelona al estar propulsado por dos personas que, en mar abierto, a merced de las corrientes, habrían durado menos que un petisuí en una guardería.

Al acabar la demostración, muy exitosa a recalcar, Monturiol hizo lo posible y lo imposible para que el Gobierno de la época financiara el invento, y la respuesta fue que aquello “no tenía utilidad práctica”. Tal cual. Consiguió hacer realidad en parte su sueño gracias a la ayuda popular cinco años después ―un Ictíneo de verdad, con su sistema para regular el oxígeno que respiraba en el interior y todo―, hasta que murió en 1885 arruinado, olvidado y decepcionado por las muchas promesas incumplidas por parte del Estado.

Por cierto, el Ictíneo acabó de mala manera, sufriendo un accidente en el puerto de Barcelona; el sucesor, embargado, subastado y desballestado; y el que sucedió al sucesor, en una plaza de Barcelona de la que tuvo que ser retirado hecho una pena, deteriorado a base de golpes, pintadas y destrozos varios. Este país, que es espléndido, como decía el lema de aquella marca de brandy.

 

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