Tal que un día como el de hoy de 1898 palmó Isabel de Wittelsbach. Se la llevó por delante un anarquista italiano llamado Luigi Lucheni, que le clavó un estilete en el corazón. La colega paseaba por el lago Leman de Ginebra, donde había desembarcado en uno de sus viajes, y se topó con el fulano, que la empujó al suelo fingiendo un encontronazo. Aturdida, se levantó del suelo para regresar al barco, que había que seguir viajando —pasión heredada de su padre—. Que hay que ver qué gentuza hay suelta por aquí, que qué desfachatez con una mujer y tal, hasta que se sintió mareada minutos después del encontronazo. Ya subida al barco y al desabrocharle el vestido se encontró el pastel: un reguero de sangre le brotaba a la altura del corazón. Lista de papeles, y para Triana, porque Isabel se marcó para allá ese mismo día. Por cierto, que al tal Lucheni —que lo que quería de verdad, pero de verdad de la buena, era cargarse al pretendiente al trono de Francia, Henri de Orleáns. No pudo, y por eso se cepilló a Isabel— le cayó una cadena perpetua como un tren y fin de la historia. De los dos, casi.
Un resumen triste, pero triste de la pera, para una vida desgraciada a más no poder. Porque la de la tal Isabel de Wittelsbach no pudo ser más desgraciada: de ser una princesa feliz cabalgando por los alrededores del lago Starnberg a convertirse en la emperatriz de uno de los últimos imperios europeos; sufrió la pérdida de dos de sus cuatro hijos y el rechazo de su familia política; y un palo tras otro a su salud por la presión que la corte le provocaba. Luego, ya muchos años después de estar criando malvas, llegó una actriz llamada Romy Schneider —si Isabel fue desgraciada, lo de Rosemarie Magdalena Albach ya fue hors de categorie— y le dio vida en una serie de películas que la hicieron famosa que te cagas, que recreaban la vida de una emperatriz llamada Sissi cuya vida, como habéis visto, no fue del color de rosa que cuentan las películas.
Y es lo que tenía que contaros hoy.