A ver, poneos en situación: os ofrecen ir de viaje, formar parte de la tripulación de un barco. ¿A dónde? Ni flowers. El capitán dice que cree que hay un destino, que está convencido y tal, y que si se sigue la ruta que lleva meses investigando y analizando paso a paso ahí estará el destino anhelado, esperando. ¿Y si no es así?, seguro que le preguntaríais a poco que seáis —que os tengo por ello— un poco avispados. Pues bueno, pues habríamos llegado a otro sitio. Y dale al torno, Perico, insistirías, pero ¿cuál es ese sitio? Y el capitán se encogería de hombros y es posible que os contestara aquello de no sé, pero eso seguro que no se va a dar. Estoy convencido de que si seguimos la ruta prevista al pie de la letra llegaremos al lugar establecido. Si, pero ¿cómo se llama el punto establecido? ¡Menos cháchara y a embarcar todo Cristo! Punto.
Y ahora viene la pregunta: ¿le creeríais? ¿Embarcaríais en esa expedición? Venga, que os dejo tiempo para que lo penséis. Tic, tac, tic, tac… Pues eso fue lo que ocurrió tal que hoy hace 527 años, cuando una tripulación de noventa hombres, la gran mayoría reclutados en el Puerto de Palos, en Huelva, se embarcaron en tres naves hasta los topes de provisiones y listas para zarpar —lo haría, al fin, al día siguiente—. ¿Hacia dónde? A las Indias, que es lo que creía Cristóbal Colón, un tipo persuasivo a más no poder —le había sacado sus buenos cuartos a los Reyes Católicos para financiar el viaje—. Viaje que se tiró años preparando, pero la tira.
La cosa estaba clara: en Oriente es donde estaba el percal bueno de entonces, o sea, las especias. Problema: los portugueses tenían bien amarrada la ruta para llegar hasta allí, circunnavegando África. Así que había que buscar una alternativa, y a eso se dedicó Colón durante unos pocos años. Al primero que le vendió la moto de eso de llegar a Oriente por otro lado fue a Juan II, rey de Portugal, pero no picó. Ya tenía bastante con lo suyo, que le iba de vicio. Aunque una de las cosas que echó para atrás el proyecto de Colón es que había que pasar por las islas Canarias sí o sí, que por esa época ya eran de Castilla. Y claro, meterse en jaleos con sus majestades católicas por un ruta de más o de menos, como que no. Por lo tanto, la cosa estaba cristalina para Colón: había que ir a por los dueños de aquellas islas, sus majestades católicas. Luego vendría lo del huevo, las perras y demás.
Pero a lo que vamos, que la peña que embarcó en las tres naves dispuestas para la aventura tal que un 2 de agosto de 1492 —pues eso y no otra cosa era la expedición colombina, por mucho que Colón estuviera convencido de otra cosa— fue reclutada en su mayor parte en el mismo Puerto de Palos y también en Sevilla; más un contingente de vascos que venía de la mano de Juan de la Cosa y, que se sepa, también tres extranjeros. Preparados para la aventura, a finales del siglo XV, y en aquellos cascarones de nuez. Había que tenerlos bien puestos, desde luego.