Os tenía que contar que tal día como hoy de 1792 unos soldados entraron en París cantando un himno así como molón y sandunguero. Que incitaba al cante, vamos. A decir verdad, eran soldados voluntarios que se habían pegado una pechada de narices, porque venían desde Marsella en el coche de San Fernando, que ya era pechada, para consolidar la revolución. O sea, para que no se volviera a lo de antes ni de coña. Que era fácil, dado que en Austria, sin ir más lejos —nada, a un paso— no estaban viendo con buenos ojos lo que se vivía en París. Pues eso.
Así que tan rumbosos entraron aquellos soldados voluntarios marselleses en París, dándole al torno Perico con aquello del honor, de coger las armas para defender a la patria, y tal. Marcha que, a decir verdad, se la habían escuchado unos días antes a un estudiante de medicina llamado François Mireur, que en pleno banquete organizado para despedirlos se puso a cantar en lugar de dedicarles unas palabras; aquello de allonsanfandelapatrí queleyurdegluaresarrivé. De esa guisa empezó el gachó. Y claro, era tan pegadiza la tonadilla que al rato todo Cristo se puso a cantarla a grito pelado. Aux armes, citoyens! Formez vos bataillons! cantaron hasta quedarse roncos; engordando kilos y kilos de coraje para el viaje hasta París y lo que tuviera que llegar después.
A los parisinos que vieron entrar a aquellos voluntarios también les llegó la letra, y tardaron menos o nada en cantarla también a su paso. Que qué bien cantaban esos marselleses, que qué jolgorio traían, que qué bonita la canción que cantaban los marselleses. Y se quedó en la canción de los marselleses. O sea, La Marsellesa.
Por cierto, que la canción de marras la compuso un tal Claude Joseph Rouget de Lisle unos meses antes. Nada, un capitán del ejército al que animó el alcalde de Estrasburgo, Federico Dietrich, para que compusiera algo que enardeciera a las tropas, más calientes que el palo de un churrero con eso de tener a las del imperio austrohúngaro a un palmo de narices. Aquella noche, después de llegar a casa, se agarró un pedo de los que hacen época y se puso a componer la letra que le vino a la cabeza con la que tenía encima. Y no contento con eso, el día siguiente se la cantó al alcalde, que casi la palma del orgasmo que le entró al escucharla. Ya había himno. Lo que de Lisle no sabía es que unos voluntarios marselleses entrarían en París cantándola meses más tarde. Luego ya sería el acabose con ella.