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El mundo de Virtudes

Era alta, delgada y tenía buena planta. Y siempre vestía de forma vistosa: faldas vaporosas de vivos colores, camisa a juego y tacones. Altos, de vértigo. Le gustaban. Tanto como pasear al amanecer por el puerto y sentarse a una mesa junto a la ventana. Pedía un café largo, sin azúcar. Nada más. Y contemplaba el mar. Decía que venía a esperar a un novio que se echó en América hacía tiempo, en sus años de correrías por el mundo. Roma, París, Londres, Nueva York… Contaba sin parar de éstas y otras ciudades a quien quisiera escucharla. Las tiendas en las que compró, las calles que pisó, los hoteles en los que durmió.

—La vida. Porque eso era vida.

Virtudes tenía su público. Sobre todo, solitarios que se le acercaban en busca de compañía, de unas palabras que aliviaran su sempiterna ausencia de calor. La escuchaban embobada. Luego, cuando la abandonaban, regresaban a su soledad. Una soledad incluso más vacía que antes vista la experiencia vital de la mujer a la que dejaban en su mesa esperando a ese novio americano que nunca terminaba de llegar.

Hoy entró al mismo bar en el que lo lleva haciendo desde hace más de treinta años. Lo regenta el nieto de la persona que lo abrió, que le contaba las historias que relataba aquella mujer alta, delgada, que tenía buena planta y que siempre vestía de manera vistosa. Y soñaba con conocerla, con viajar gracias a ella a todos esos lugares que decía haber visto, con verla por fin recibir a su novio americano. Virtudes pidió el café largo habitual sin azúcar y tomó asiento junto a la ventana. Ya no era alta ni delgada, ni tampoco tenía buena planta. Sí seguía vistiendo de forma vistosa: esas faldas vaporosas de vivos colores, camisas a juego y tacones altos, de vértigo. Y no perdía la esperanza de abrazar a ese novio americano que decía haberse echado un día allí, en esa ciudad de Nueva York que juraba conocer tan bien.

Hoy también entró al bar un hombre enjuto, de barba recortada y traje impoluto. Se sentó junto a la barra y pidió un café, corto en su caso, y en taza. Desde allí escrutó a la mujer durante unos segundos antes de tomar el periódico y abrirlo por la primera página. El camarero le sirvió el café. Ambos se miraron.

—Es feliz —dijo el primero posando la mirada en la mujer.

—Aunque su reino ya no sea de este mundo —replicó el segundo tras encogerse de hombros y remover el café con la cucharilla.

Virtudes dejó de ser Virtudes hace mucho tiempo. En realidad, nadie sabe cuándo lo fue y cuándo se convirtió en su sombra; cuándo se encerró en su mundo de mentira, de ciudades de ensueño, de mundo recorrido sin cesar a pesar de que nadie la vio nunca coger trenes ni barcos, ni mucho menos aviones; cuándo apareció en su vida ese novio americano al que juraba estar esperando si nunca había viajado a América ni tampoco se conoció a americano alguno en la ciudad.

El hombre enjuto, de barba recortada y traje impoluto dio un largo trago a la taza de café, pagó la consumición al camarero y le guiñó un ojo:

—Si es feliz, ¿a quién le importa que no lo siga siendo?

Se aproximó a la mesa donde Virtudes veía la vida pasar a través de la ventana. Se sentó a su lado y de inmediato sólo se la oyó hablar a ella. Al escuchar la mención del novio americano que esperaba, el camarero sonrió. Mientras haya mundos en los que uno sea feliz, para qué diantres conocer la realidad, pensó. Y asintió con la cabeza. Virtudes sonreía mientras hablaba con el médico que la trataba desde hacía más de veinte años. Y por la sonrisa del galeno, éste tampoco estaba dispuesto a sacar a Virtudes del mundo en el que era feliz.

 

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