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Un café en el puerto

—¿Cómo lo quiere?

—Con leche templada

Tras tomar nota de la comanda, un camarero de rostro somnoliento manipula la cafetera, que al rato empieza a emitir un ruido infernal que inunda el pequeño bar que regenta. Cuatro mesas, una de ellas ocupada por dos hombres de aspecto rudo que dan buena cuenta de sendos bocadillos, y una barra larga como el pan de aquéllos componen el exiguo mobiliario. Los tipos miran la televisión, que emite las noticias del día. De cuando en cuando apartan la vista para echar un vistazo a la persona que pidió el café. Una mujer madura, guapa y bien arreglada. Una apariencia que reconocen de inmediato. Bajan la mirada y la levantan sólo para hablar entre ellos.

—¿Ella?

—Sí.

El diálogo se interrumpió al aparecer en la televisión el resumen del partido de fútbol jugado la noche anterior. Mastican con ansia, dan enormes bocados al bocadillo que acompañan de un trago de cerveza. Miran embelesados la televisión.

—¿Quiere algo para acompañarlo? ¿Churros, algún cruasán? —le ofrece el camarero a la mujer.

—Sólo, gracias.

El camarero se marcha a una esquina de la barra, junto a una ventana abierta de par en par. Allí se sienta en una banqueta y retoma la lectura del periódico que dejó abandonada para atender a la mujer. Por la radio encendida se escapan las notas de una canción de moda. Ritmos sudamericanos. Ella, en cambio, remueve el café con la mirada perdida en el turbio líquido y comienza a entonar la estrofa de una canción de su juventud en voz baja:

—“No esperes más niña de piedra, Miguel no va volver, él mar le tiene preso, por no querer cederle a una mujer…”.

El camarero levanta la mirada del periódico y la observa. Suspira. Ahora busca la ventana, a través de la que se puede contemplar una agradable vista del puerto. Al fondo, el mar. El horizonte clarea. Vuelve a suspirar después de menear la cabeza. Por mucho tiempo que pase no terminará de acostumbrarse a la escena: ella, Claudia -sabe su nombre porque lo leyó en el periódico-, viuda de uno de los marineros de un barco que se hundió en aguas del Gran Sol. Gente muy querida en la villa. Sólo se recuperaron seis cuerpos de los veinte marineros que faenaban en la embarcación. Y desde que aquello ocurrió, hace seis meses, ella acude todos los días al amanecer allí, al bar. Se toma un café con leche templada y después camina hasta el puerto y toma asiento al final del espigón, donde rompen las olas. Y espera a su marido, a que el mar se lo devuelva, aunque en el fondo sepa que le espera el mismo destino que a la mujer de la canción de su juventud.

 

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