Un tipo llegó a la barra de un local de moda. La música martilleaba sus oídos. Volumen excesivo, cuerpos que se agitaban, sudorosos. Mucha gente. Tenía sed. Desde allí lanzo una mirada fugaz al grupo de amigos con el que se animó a salir esa noche. La quedada del mes con los colegas de toda la vida, su guardia pretoriana. Cena y copas donde los llevara la noche. Sin límites.
—¡Hoy quemamos la ciudad! —se prometieron antes de abandonar el restaurante, con las primeras copas en la mano.
Al tipo le daba igual el tamaño del incendio. No tenía pareja fija desde que se divorció de su mujer, y de eso ya habían pasado cuatro años. Una mala experiencia. Un amor que se diluyó en el pozo del olvido dejando posos de amargura. De los demás, tres estaban casados y dos de ellos tonteaban con jovencitas que casi podían ser sus hijas. El macho, que nunca pierde ocasión de demostrar su naturaleza. En todo eso pensaba mientras esperaba su turno. Cuatro camareras iban de un lado para otro de la barra. Una cerveza por aquí, un combinado por acá, la máquina del tabaco junto al servicio, guapo. Y la banda sonora, la música, que bramaba. Chun, chun, chun, chun. Electrónica, demasiado dura para su oído, más acostumbrado al rock. Rosendo, Leño, Los Suaves, Extremoduro… Clásicos de toda la vida.
―¡Hola! ¿Qué quieres?
El grito le sobresaltó. Suponía que era la forma que se gastaban los camareros para atender al cliente en ese infierno. Tardó en contestar. Puede que le intimidaran los inmensos ojos azules que le miraban fijamente, esperando una respuesta; que le sorprendiera el piercing que decoraba un costado de la nariz de la camarera; o que le hubieran noqueado sus labios. Sugerentes, rojos. Una tentación.
―¡Que qué quieres, tío! ―volvió a repetir la camarera.
―¡Una cerveza! ―contestó él. Su voz sonó a disparo. Rápido. Casi a bocajarro.
La vio darse la vuelta y abrir una cámara, de la que extrajo la botella demandada. La marca le daba igual. Era cerveza. Ella fue la que llamó su atención. O el culo que enseñó al darse la vuelta, y que los pantalones vaqueros que vestían perfilaban como un diamante a sus ojos. Por la prenda asomó un tanga negro. Una aparición fugaz, arrolladora; o la camisa blanca que llevaba puesta, estrecha, bajo la que adivinó dos pequeños pechos que bailaban libres con cada movimiento suyo; incluso el extraño tatuaje que lucía en el brazo izquierdo. «Sígueme y te seguiré para siempre», frase que flotaba sobre un mar de olas. Un trabajo fino, desde luego.
―¡4 euros!
Le dio un billete de diez. Sus ojos se cruzaron por un instante. Era morena, media melena con algún tinte cobrizo y un rostro de facciones agudas. Le devolvió el cambio y le dio un «gracias» que le sonó distinto. Cogió la botella para darle un trago sin apartarse de la barra y respiró aliviado. Lo necesitaba. El calor, la música, ella. Ella, que aún permanecía delante de él. Volvieron a mirarse. Veintipocos, le echó, y no solía fallar en cuestiones de edad. Posiblemente una estudiante que se pagaba los gastos con lo que sacaba sirviendo copas en aquel local. El doble de edad que la suya, pero eso le daba lo mismo. Sonrío y se alejó de la barra para regresar junto a su grupo de amigos. Los dos que antes tonteaban con sendas jovencitas se dejaban llevar por el momento. Miradas, cruces de manos, besos apasionados. Los demás lo recibieron con gritos de alborozo. Estaba feliz, contento. La noche podía acabar mejor de lo que esperaba. Sólo tenía que regresar a la barra y hacer caso a la leyenda del tatuaje. Sígueme y te seguiré para siempre. En cuanto terminara la cerveza. El calor. Otra más, y a iniciar el abordaje. La cubierta del ansiado barco le esperaba. Tenía ganas de mujer. Llevaba varios meses sin oler su cuerpo, sin aspirar su aroma. Otro trago largo. Debía apurarla. De un tercero la dejó seca.
—Sí que tenías sed —oyó que le decía uno de los amigos.
Asintió por asentir. Volvió a sonreír. La barra. Se dirigió hacia ella como quien marcha triunfal en pos de un objetivo. Esos ojos azules, esa boca, esos labios rojos. Llevaba otro billete de diez euros. Quería disfrutar de la oportunidad de alargar el contacto. Y la vio. En un extremo de la barra, charlando con otra camarera. Riendo. Una sonrisa juvenil, franca, fresca. El beso vino después. Rápido, casi furtivo. Se miraron. Se amaban. La que vino a atenderle fue su compañera, la que la había besado.
—Una cerveza, por favor.
El tono de voz del tipo sonó a derrota. Mientras le servían la cerveza pedida, sacó cuatro monedas de euro de la cartera y las depositó en la barra. Suspiró. Y reparó en el brazo derecho de la camarera. Otra frase, pero el mismo mar. «Te seguiré hasta el final».
De vuelta al lugar donde le esperaban los amigos las vio besarse de nuevo. Dio un corto trago a la cerveza. Que le iba a durar más que la primera. Estaba seguro de eso.