La Piconera se agarró la falda de volantes y entró en éxtasis. El público que la rodeaba —casi cien personas, que sudaban a chorros arracimadas en un local estrecho y sin ventilación—, que sabía lo que llegaría a continuación, contuvo el aliento.
Decían los viejos del lugar que, llegado ese momento, el aire dejaba de correr en el Sacromonte. La Piconera compuso una pose estudiada y apabulló al silencio con un zapateado que arrancaba chispas del tablado de madera. Dos, tres, cuatro, cinco minutos sin descanso; empujada por la guitarra de Jesús “el Salobreño”, fue de un lado a otro del exiguo escenario sobre el que no bailaba, sino volaba. La guitarra calló, y cuando La Piconera levantó los brazos al cielo el silencio que acompañó la actuación se rompió en aplausos, vítores y encendidos elogios a su arte. La Piconera, zalamera como ella sola, dedicó unos instantes a agradecer tanta muestra de cariño y a recoger algunas de las flores que los hombres y mujeres más cercanos —turistas ávidos de flamenco, con el estómago engañado después de ingerir un milagro de patatas que la cocina del local llamaba tortilla y un brebaje que vendía como sangría— lanzaron porque alguien se lo dijo antes de comenzar el espectáculo. «A La Piconera le gustan los claveles rojos —informó en la entrada a los turistas un joven espabilado que apenas levantaba dos palmos del suelo—. Hay que tirárselos cuando acabe de bailar». A dos euros el clavel, el elemento floral suponía otra fuente de ingresos para el local.
Media hora después de acabada su actuación, La Piconera abandonó el local. Lo hizo en silencio, mirando de reojo a los turistas, los últimos siempre en salir y los primeros en ser candidatos a ver cómo los oportunistas les vaciaban los bolsillos con gracia y salero. Sonrió al pensar en que eso llevaba ocurriendo desde siempre, y que así sería por los siglos de los siglos. Formaba parte de la leyenda, de la suya. Iban a verla, y no importaba el qué ni el cómo de lo que ocurriera después. En la distancia brillaban los muros de La Alhambra, en los que clavó la mirada. Ni siquiera reparó en la salida de Jesús ‘el Salobreño’, con la funda de la guitarra colgada a la espalda, que encendió un cigarrillo.
—Ya no te digo ná —soltó él al verla de esa guisa.
—Ni ná tienes que decir —replicó ella con enfado.
El último en salir fue Antonio, el chavalillo que vendía claveles a los turistas, de los que La Piconera se llevaba un porcentaje.
—¿Otra vez? —dijo el pequeño.
—¡A callarse todo el mundo, he dicho!
Sin que ninguno de los otros dos la vieran, La Piconera suspiró y comenzó a caminar cuesta abajo. Detrás de ella, Jesús ‘el Salobreño’ y Antonio contaban el dinero obtenido de la venta de los claveles. La Piconera volvió a mirar los muros de La Alhambra, el paraíso que una noche un moreno de ojos verdes le prometió para toda la eternidad. Esa noche ella bailó para él hasta el amanecer, cuando sus cuerpos se entregaron en sábanas que quedaron empapadas de sudor. Lo vio dos noches más, y a la tercera desapareció. Durante una temporada supo de él por cartas. Un asunto fuera del país. Las cartas bajaron en número mientras en su vientre crecía Antonio, como así decía llamarse quien le prometió una Alhambra en la que todavía soñaba encontrarse con la única persona que le robó el corazón; para el que se dejaba el alma en el escenario esperando su llegada. Una noche tras otra.