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El reloj de arena

¿Cuánto dura la arena que contiene un reloj? Sesenta minutos, ciento veinte… ¿Cuánto? Difícil de averiguar cuando la única manera de conocer el tiempo es esa; un reloj cuya arena cae grano a grano hasta llenar el depósito vacío. Y vuelta a empezar. No hay tic tac. La arena tiene otro ritmo, aunque igual de inflexible.

¿A quién puede interesar una pregunta como la que da comienzo este relato? A quien utilice un reloj de dichas características para medir el tiempo. Esnobismo, diferenciación. Se le puede llamar de cualquier manera; o bien a una persona que desee ver pasar el tiempo con calma a sabiendas de que su duración -la de la arena del reloj- no la marca el minutero de cualquier otro reloj, mucho más violento. O a otra cuya vida dependía de dicho reloj. La misma que observaba el pequeño artilugio de madera con rostro contraído.

 ¿Cuánto le quedaba de vida?
 
—Sesenta minutos —respondió la otra persona que le acompañaba en la sala. Un cuarto del sótano de un edificio de las afueras de Marbella que apestaba a humedad—. Bueno, cincuenta y nueve…
 
—Así que cincuenta y nueve… —caviló el tipo cuya vida dependía del reloj de arena—. ¡De verdad que pagaré, lo juro! —gritó ahora preso del pánico. Es lo que tiene conocer lo que te queda de vida antes de saludar a la parca. Con la certeza de que, si nada cambia, la saludará—. ¡Pero detenga ese reloj, por favor!
 
La vida de Andrés, que así se llamaba el tipo en cuestión, dependía de un reloj de arena que vigilaba Dimitri, un ruso de proporciones rectangulares —dos metros de alto por dos de ancho— y con cara de pocos amigos. «Pasada la hora, despáchale con un tiro en la cabeza y el cuerpo lo tiras en el primer descampado que encuentres». Y las órdenes están para cumplirlas.
 
—Cincuenta…
 
Eso le quedaba de vida a Andrés. Dimitri llevaba una funda de pistola atada al cinturón. Y la pistola estaba dentro. No le sería difícil cumplir la orden que le comunicó antes de que la arena le acercara a su destino final.
 
—¡Juro que entregaré todo el dinero! —chilló de nuevo Andrés
 
—¿Dónde está? —replicó Dimitri con la mano izquierda sobre el reloj de arena. Bastaba que Andrés dijera el lugar con certeza para detener la macabra cuenta atrás.
 
—Detén el reloj. Te juro que te lo diré. ¡Te lo juro por mis hijos!
 
Dimitri apartó la mano del reloj y sonrió. Se retiró de la mesa donde lo depositó a la vista de Andrés y tomó asiento.
 
—O me dices el sitio, o no paro el reloj.
 
Y se puso a leer. Lolita, de Nabokov. En ruso, por supuesto, le dijo a Andrés antes de enseñárselo. «Llegaré hasta aquí —le mostró la página—. Ya lo continuaré en casa». La página era la 152. Dimitri era de leer con calma, paladeando cada palabra, cada página. El final de la página 152 significaba la muerte para Andrés. Ahí terminaba la cuenta atrás del reloj. Dimitri lo había calculado todo.
 
—Cuarenta y siete… —informó a Andrés después de echar una breve mirada al reloj.
 
¿Quién le mandaría apostar con rusos? Se lo advirtieron quienes sabían cómo se las gastaban los del Este. Nada de perdón ni de clemencia. Hay deuda, hay cobro. No hay dinero, hay muerte. Concreción y síntesis de vocabulario. Así eran los rusos. Andrés les pidió 120.000 euros. De salir bien, y tenía grandes esperanzas, se convertirían en 300.000. Y los ganó. Pero quiso pasarse de listo y se marchó de la ciudad sin devolver lo prestado. Los rusos le pescaron una semana después en Marbella, donde ahora se decidía su existencia.
 
—Treinta y dos…
 
La lectura de Lolita de Dimitri marchaba por la página 127. Quince minutos desoyendo las súplicas de Andres, al que mandó callar en más de una ocasión. A Dimitri le encantaba el estilo de Nabokov, tan sobrio, tan ruso. De cuando en cuando levantaba la vista para ver a Andrés, derrotado en su silla. ¿Por qué se empeñaba en no decir el lugar a sabiendas de que le sobraba el dinero? Estuvo tentado de preguntárselo en un par de ocasiones, pero prefirió dejarle acompañado del silencio que sólo rompía con su voz profunda para anunciarle el tiempo que quedaba:
 
—Veinticinco.
 
Y la vida es así. Cuando está a punto de escaparse, adquiere velocidad. Se marcha, desaparece con una velocidad que asusta, tan rápida como los granos de arena del reloj. A los quince minutos, Dimitri dejó el libro en el suelo, se levantó y se encaró con Andrés.
 
—Eres terco como una mula. ¿Por qué no me dices dónde está el dinero? ¡Te sobra con todos lo que ganaste!
 
Andrés tragó saliva. Estaba a punto de morir. ¿Para qué mentir? No podía seguir engañándose ni tampoco al ruso. Porque todo el tiempo transcurrido lo había empleado en pensar, en recordar. El lugar donde guardó el dinero; no lo recordaba. La noche que ganó los 300.000 euros en el casino acabó borracho y con un par de gramos de cocaína en el cuerpo. Cómo amaneció en la habitación de un hotel con una prostituta junto a él en la cama es algo que nunca llegó a saber. ¿Y el dinero? Tampoco. La prostituta abandonó la habitación junto a él. No lo recordaba. Y así se lo contó a Dimitri. Que miró el reloj:
 
—Diez…
Y es entonces cuando la muerte sonríe, cuando su presencia se intuye, cuando viene para cobrarse un alma más. La de Andrés estaba lista de papeles. Dimitri se sentó en la silla para terminar de leer la obra de Nabokov. Cuando levantó la vista, la arena del reloj estaba a punto de colmar el compartimento de abajo. Se acabó lo que se daba. Miró a Andrés, al que esperaba ver derrotado. Sin embargo, su rostro estaba encendido y los ojos, desorbitados. Apenas quedaba un minuto de arena en el reloj, a lo sumo.
 
—Joder, ¡cómo no se me ocurrió antes! —maldijo con rabia.
 
El reloj de arena no mentía. El plazo de sesenta minutos había terminado.
 
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