Allí está, cruzada de manos, expectante. Vestida a la usanza de la mujer que conoce su negocio. Sobran las estridencias cuando el cliente sabe lo que busca. Ella lo sabe.
Regenta una librería de lance en la madrileña calle de Alcalá. Un negocio de los de toda la vida, de cliente con nombre y apellidos; cliente que acude a ella casi a la desesperada buscando ese libro, ese facsímil, una edición imposible; clientes de todas las edades, una suerte de tradición que pasa de padres a hijos porque saben que ella lo tendrá. Y si no lo tiene, lo encontrará. Son sus clientes. Sagrados para ella.
Y ahí está, asomando su cuerpecillo menudo, esperando dar la bienvenida a un nuevo o conocido cliente; deseando mostrar las maravillas que su vieja tienda atesora. Sabe que los tiempos son difíciles para todos, incluso para esas otras librerías que ofertan libros desnudos de alma y sentimiento, hueros del aroma que desprende el libro de verdad. Y ella lo sabe. Se encoge de hombros y sonríe. Tiempos difíciles, a ella, como si los hubiera habido fáciles alguna vez. Por eso está ahí, custodiando sus libros; libros con alma propia y sentimientos, que pueden contar historias de dueños, de personas, de lugares y de situaciones; libros que conocieron otros continentes, que durmieron al pie de la cama de quienes soñaron gracias a ellos; que hicieron un tanto más llevadera cualquier espera; que acompañaron una cita amorosa o que asistieron a dolorosas rupturas. Libros que hablan.
Ella lo sabe. Por eso mira con pena. No sabe cuánto tiempo más estará ahí, en su vieja librería. Semanas, meses, algún año más. ¿Y luego? Esa pregunta, esa maldita pregunta. Más de un cliente la ha dejado caer en los últimos tiempos sin intención de causar daño. Su mirada, esos ojos lánguidos, contestan por ella. Sus libros, su vieja librería. Ella sólo espera. Que venga un nuevo cliente con el que charlar, aconsejarle en su búsqueda, llevarle de un lado a otro hasta encontrar lo que quiere; u observarle en la distancia desde su mostrador y que sean los mismos libros, huérfanos, los que reclamen su atención, pidiéndole aquéllos el calor de las yemas de sus dedos al pasar una página tras otra. Ambos se verán recompensados con el calor mutuo. Ella lo sabe. Por eso sonríe desde su desvencijado mostrador, el mismo de siempre. Sin importarle qué traerá el mañana, cuando venga.