El periodismo empezó a marcharse hace ya unos cuantos años. Ahora, con la muerte de referentes como Manu Leguineche, muere. Kaput. Y muere desangrado, lentamente, cosido a puñaladas. Nos quedaban voces como la suya, apagada en la distancia de su destierro alcarreño. La del periodismo con mayúsculas, el que buscaba la verdad, informar por encima de todo y de todos, contar las cosas tal y como son. Voces como la suya y la de tantos otros de la misma hornada; esa tribu que marchaba de un lado para otro sin más afán que ver el mundo con sus propios ojos y contarlo. Esos Manu Leguineche, Pérez-Reverte, Javier Reverte… Periodistas, también con mayúsculas. Una manera de entender la profesión basada en códigos y valores; en la búsqueda de la verdad, del porqué de las cosas, saltando de zanja en zanja, caminando por senderos con la cabeza agachada entre asesinos silbidos; en la defensa de una profesión para la que había colas de espera. Colas llenas de jóvenes y jóvenas ―que diría una excelsa carga pública― ansiosos por adentrarse en un mundo confeccionado a base de imágenes, las que ellos transmitían y que, en esas cabezas vírgenes, deseosas de aprender, prendían en forma de sueños sin más límites que uno mismo y la verdad.
Eso era el periodismo. Unos cuantos tratamos de aprenderlo antes de que el abismo se agrandara. Peligroso y nocivo ese abismo, el de la ignorancia y la manipulación, que empezó a derribar muros y defensores hasta conseguir su trono y aniquilar los valores que personas como Leguineche, como Pérez-Reverte y tantos otros defendieron sin más armas ni banderas que su integridad y honestidad. Armas que, en otro escenario, en otro momento, devastarían cualquier sociedad, por muy fuertes que fueran sus cimientos.
Ahora, no. Ya no. Ese tiempo pasó; ese periodismo, con la salida, dimisión o distanciamiento de la barrera de sus más fieles adalides, se arrinconó en una esquina pidiendo un respiro; el que nunca se le dio. Tampoco interesaba, ni interesa. Ni esa manera de contar las cosas, ni tampoco esos periodistas.
Quizás no nos dimos cuenta y ya estuvieran muertos, cada uno a su manera. Dolidos, resentidos o distanciados de esa forma de contar las cosas que conocieron; asqueados de ver cómo esa honorable profesión se prostituye al servicio de intereses, sean los que sean. Pero también es posible que guarden la esperanza de que algún día, no dentro de mucho, cualquier valiente, uno como ellos, levante su misma bandera, empuñe armas semejantes a las suyas y hable de las cosas tal y como son. De esa realidad que nos rodea, al natural, sin miedos ni mordazas. Simplemente para decir que nos equivocamos, que el periodismo no estaba muerto. Por fortuna.