Obras en una calle de una ciudad-dormitorio del extrarradio de Madrid. De esas sin previo aviso. Ni del comienzo, ni mucho menos del final. El súmmum de la felicidad de una decena de jubilados, a vuela pluma, que rodean a un obrero –una baldosa por aquí, una radial por allá-. El único. Éste tose llevándose la mano que tiene libre –la izquierda–, a la boca. La otra sostiene una radial con la que perfila un trozo de baldosa que espera acomodo en un hueco del suelo. «Jodía nube de polvo», masculla entre dientes.
Tendrá unos 50 años. El acento le delata. Marcado, con rapidez de palabras, en su mayoría acortadas, y ausencia de algunas letras finales. Su tez es cetrina y el rostro ajado, surcado por innumerables arrugas que no distraen la atención de unos ojos vivos, encendidos. «Su puta madre», repite otra vez al toser. Se sacude de encima la grisácea nube de polvo que le envuelve y regresa al tajo. Baldosa va, baldosa viene. De cuando en cuando se vuelve hacia alguno de los jubilados, que cuchichean a su espalda. «Este es de los buenos, de los que aquí, que se cagan en la madre de todo mientras está en el tajo», explica uno de ellos golpeando levemente con el codo al compadre que tiene más cerca, que asiente en silencio. El obrero sonríe; lo ha escuchado. «Uno de los buenos», parece repetir mentalmente acompañando el pensamiento con una clara sonrisa que se desvanece por completo con la llegada de tres personas –dos de ellas perfectamente trajeadas y tocadas con gafas de sol a pesar de que sus rayos apenas han traspasado las nubes en toda la mañana-.
Sin mediar palabra, los tres se colocan a la altura del obrero, apartando sutilmente del lugar a los jubilados, que rumian en voz baja su descontento por ser desplazados de la primera fila de su entretenimiento. Sin mediar palabra, se recrean en la tarea del obrero, que coloca las baldosas cuidadosamente en el ajedrezado suelo entre nubes de polvo y recuerdos para la madre del inventor de la radial, entre otros destinatarios. Los tres recién llegados ríen uno de los recordatorios. Risas falsas, brillantes colmillos que asoman feroces antes de regresar a su oscuro escondrijo. Y de nuevo, el silencio. Hasta la siguiente imprecación, momento escogido por uno de los trajeados para dirigirse al obrero con chulería, haciéndose el simpático. «Fino el día que tenemos, ¿eh, compañero?», le espeta. El obrero apaga la radial, que deja en el suelo junto un montón de baldosas. «Compañero», repite mentalmente. «Eso me ha llamado, compañero, aquí, el del traje». Y se levanta. Escupe al suelo antes de mirarlo fijamente. Una de esas miradas que lo dicen todo porque nada tienen que callar. Y sonríe de medio lado. «Fino, sí. Desde las ocho y media de la mañana. Y yo sólo me he asfaltado este trozo de calle ─extiende ambos brazos para mostrar su obra─. Y si hubiera más como yo, esta obra estaría terminada hace una semana, pero aquí ando, haciendo lo que puedo, un indio rodeado de demasiados jefes. España, la de siempre».
Y sin siquiera mirarles, recoge la radial y termina de cortar el trozo de baldosa que dejó a medias antes de la interrupción. «No te jode, el compañero», masculla antes de cagarse en todo el santoral, ángeles y querubines por culpa del humo que desprende la baldosa. «El compañero…», concluye con un deje de ironía que acompaña de una ácida sonrisa mientras coloca el pedazo de baldosa que tiene en sus manos.
A lo suyo.