Martín Aguado tiene 84 años. Es el abuelo de un amigo. Lo vi el martes por la mañana. Un suspiro. Mis atenciones eran otras. Pero su mirada aún me sigue pesando. Tanto como sus palabras.
Martín Aguado es sarmentoso, calza gorra calada hasta las cejas y viste chaqueta de pana –“empieza a hacer frío, ¿sabe?”- y pantalones de idéntico material, más claros que la prenda que le sirve de temporal abrigo. Sus manos, callosas, arrugadas, permanecen quietas, posadas en los extremos del sillón que hizo suyo esa misma mañana. Muchas historias que contar. Tantas como las que traslucen sus ojos, azules y transparentes. Tanto, que dan miedo. De lo que callan.
Martín es de pueblo, de un pueblo de Castilla, del norte de Burgos. “De la zona del señor Cayo, el de la novela de Delibes, ¿lo conoce?”. Asiento con la cabeza y le digo que sí, que conozco al primero –extraordinaria novela, aceptable película- y tengo en un pedestal al segundo. Y sonríe. Es entonces cuando esboza una sonrisa melancólica y sus acuosos ojos se encienden. Un suspiro, como dije. Lo que tardé en apurar un vaso de agua –mi anfitrión sabe de sobra que no bebo café, sólo Cola Cao-. Martín Aguado me traspasa con esa mirada azul, afilada, y empieza a hablar. De sus años de juventud, de las penurias, de todo lo que pasó para sacar adelante a su prole –“mujer y seis hijos, figúrese usted”-, del poco contacto que mantiene con algunos de ellos tras ser su compañera de toda la vida la primera que dio el último paso hace ya un lustro. Etcétera. Le pregunto por el presente, y gira la cabeza.
A través de la ventana llegan los ecos del tráfico de una de las autopistas que abraza Madrid en anillos concéntricos. El día es desapacible, la lluvia salpica los cristales y sí, Martín Aguado tiene razón, el relente anuncia jornadas grises, insípidas. Me animo a preguntarle de nuevo por el presente, que me cuente desde su experiencia cómo ve el patio ahora que se pregona que hemos dejado atrás lo peor de la crisis y este país –esperen, que me aguanto la risa- empieza a levantar cabeza. Hace que no me oye, mantiene la vista fija en el cristal. La silueta de un avión se filtra entre las brumas. Acaba de despegar del cercano aeropuerto de Barajas. Mi amigo me pide que lo acompañe, que deje tranquilo a su abuelo. Su aspecto cansado, faz arrugada, vislumbran que no tiene ganas de hablar.
Antes de que mi pierna izquierda traspase el umbral de la puerta de la habitación en la que descansa, Martín Aguado expulsa un exabrupto. Sorprendido, me vuelvo, dada la gravedad del insulto. Entonces me mira. Esos ojos azules, limpios, acuosos que parecen devorarme. Luego asiente con la cabeza. “A mí me queda poco en este mundo, pero me compadezco de todos vosotros. No sufrí ni la mitad de lo que lo vais a hacer vosotros…”.
Allí lo dejo, sentado en su sillón, al pie del ventanal. Clavando sus ojos en las gotas de lluvia que resbalan por el cristal. Tranquilo. Todo lo contrario que me sucede a mí, que aún no soy capaz de quitarme esas palabras de la cabeza. Ni esa mirada azul, intensa, que callaba muchas cosas que no quiso decir.