Suele ocurrir cuando algo acaba. Un amor, un buen libro, una cerveza… Desasosiego. Una extraña sensación, como si faltara algo, incluso hasta el aire que respiramos. Sólo acontece, repito, cuando concluye algo que nos ha proporcionado placer. Soledad que llega a ser fría, recia y prolongada, y que no sabes cómo combatir porque careces en ese instante de las armas necesarias para impedir su avance. O las posees, pero no puedes usarlas. Cansancio. A veces así se le llama.
El que escriba, más o menos, mayores o cortas líneas, sabrá a qué me refiero. Esa atávica sombra que te envuelve y atrapa después de tantos meses –muchos o pocos- de placer, de inmenso placer. La resaca, que suele ser muy dura; más de uno lo sabe. Me refiero a poner el punto final a una novela, ese fin tan ansiado como perseguido en los albores del acto creativo, y que conforme vemos que nos aproximamos a él queremos retrasar todo lo posible; expulsando exabruptos –‘vade reto, Satanás’, ‘bais, bais, bicho’ y cosas parecidas-, luchando contra un imposible, que es la finitud de una obra. Porque ella misma –listas son, las jodías-, sabe cuándo deben acabar. Otra cosa es su nudo, esos vericuetos por los que todos nos perdemos, en mayor o menos medida, ya sean los cerros de Úbeda o Antequera. No importa, la novela, nuestra obra, lo sabe. Tiene tiempo, y conoce su final, lo intuye desde antes que nosotros, atisba su finitud, hasta aquí he llegado. Punto. Juega con ventaja aunque tú no lo sepas –quizás también lo intuyes, nada más-, te deja dar las vueltas que quieras, cambiar más o menos palabras, trasladar esto aquí o aquello allá; modificar la esencia, nunca el resultado. Ese lo tiene más que dominado. Ella, la novela, tu obra.
Por eso, cuando arriba ese temido momento, sólo te queda lamentarte, echar la vista atrás y comprobar que tanto esfuerzo no ha sido baldío, al contrario, pero desazona. Es lo que tiene el goce, disfrutar, escanciar cada palabra sin presagiar su destino. La fría y lúgubre soledad del final. Que sólo se remedia buscando nuevos amigos, nuevas historias que contar, nuevos lugares que visitar. Una vuelta de hoja, un nuevo empezar. La llegada del calor que alivie esa soledad. Momento en que esbozas una sonrisa y te alegras por tener compañía otra vez a tu espalda. Por haber dejado atrás ese terrible lapso de soledad que, para tu desgracia, siempre te estará esperando, al final de cada obra.
Una y otra vez.