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En el fondo, los animales somos nosotros

Los llamamos animales –perros, gatos, caballos o bípedo y cuadrúpedo de cualquier clase-, y en el fondo, examinando sus comportamientos, analizando sus reglas, hay que acabar claudicando: los verdaderos animales somos nosotros.

Lo que voy a contar ocurrió este verano en una ciudad del norte de España. Turismo de postín, alguna que otra chancla pero pocas toallas al hombro, camisetas de tirantes y atronadora música por doquier; de esos lugares donde el turista es turista y no un número más que sirva para engrosar las cifras de visitantes. El paseo marítimo se adentra en una zona ajardinada; a un lado, la hermosa playa, herradura acariciada por las olas que arrullan, en la lejanía, a un islote vestido de verdes y afiladas copas; a otro, una vereda de árboles, bancos y parterres. Por encima de los primeros se vislumbran los tejados de casas unifamiliares de notable factura y de un hotel – ¡uno!- tranquilo, cuya factura semeja cualquier construcción racional menos un hotel al uso. Y junto a un seto, ella.

Ella es una perrilla. Permítanme que no especifique la raza porque ni la supe en ese momento, ni tampoco es mi fuerte la diferenciación de las familias perrunas. Echada de un costado, alimenta a tres cachorrillos de varias semanas, como poco, que se apretujan asiendo cada uno la tetilla correspondiente. Gruñen ávidos de leche, y la madre, que de cuando en cuando gira la cabeza para observarles, compone una de esas miradas que sólo las madres saben dedicar a sus hijos. El espectáculo, atractivo y nada usual, y menos en una zona de baño, se pone interesante cuando, rebullendo entre los tres cachorrillos, surge otro que desentona tanto o más que un guiri armado de un estruendoso tocata en aquella tranquila playa. El pelo atigrado ya lo diferencia de los demás, y también su lastimero maullido. Sí, un gatillo, de pocas o menos semanas que los cachorrillos.

El gatillo –o gatilla, el mismo caso que el referido anteriormente-, asoma entre las patas delanteras de la perra y busca un hueco entre los cachorrillos. Éstos gruñen al intruso, recelosos de que les quite su parte del condumio, pero la perra, solícita, empuja al felino con una de sus patas delanteras aproximándolo hasta una solitaria tetilla para que no se quede sin su ración. Lo mira de parecida forma a como lo hizo con sus cachorrillos. A los cuatro curiosos que contemplamos la escena se une una niña, que ha detenido la marcha de su madre. Se agacha y sonríe. Tira de la mano de la madre con fuerza y le explica que un perro está dando de mamar a un gato. La madre, sonrisa en la boca, asiente y le cuenta que seguramente el gato haya perdido a la suya, y por eso ha encontrado cobijo entre la perra y sus cachorros. «Si es un gato…», protesta la chiquilla. «Los animales no son como nosotros, hija. Son distintos. Saben cuidarse y respetarse». Y prosiguen su camino, paseo marítimo arriba, la niña todavía echando vistazos hacia atrás.

Los demás también proseguimos nuestro camino, cada uno al suyo, sin que sepamos ni nos importe el del resto. En mi caso, masticando la frase con la que la madre acaba de dar una hermosa lección a su hija. Convencido de que esa madre, si sigue por ese camino, educará bien a la niña. Tanto como para que ésta, dentro de unos pocos años, y si vuelve a encontrarse en la misma tesitura, responda de la misma guisa a su hijo/a. Para que vaya entiendo por qué a unos se les llama animales sin serlo y a otros, seres racionales. Cuando a menudo la racionalidad es un lujo que muchos de aquellos no conocen ni por asomo.

 
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