Ocurre cuando abres la puerta al pasado, aunque únicamente sea una rendija. Por ella se cuelan recuerdos de todo tipo, buenos y malos. Recuerdos, al fin y al cabo. Retazos de lo que fuiste. Lo difícil es trasladar esos recuerdos al papel. Y más si implican a más personas que, como tú, también vivieron -más que tú, dicho sea de paso- ese mismo tiempo.
En ello ando, con una novela que transcurre por su recta final -saldrá gordita, ya lo advierto-, una especie de ajustes de cuentas general y particular con todo y todos. También un homenaje, por qué no decirlo, a esa gente que se dejó la vida en un intento de vivir mejor. Igualito que muchos jóvenes en la actualidad, sólo que aquéllos -mis padres, por poner un ejemplo-, salieron con una mano delante y otra detrás y sin más intrucción que las cuatro tablas y la pe con la a, pa. Y marchando, que es gerundio. Francia, Bélgica, Alemania, Suiza… Las mecas de la prosperidad, esa Europa de primera velocidad que reclamaba a sus hermanas pobres del Sur -dispuestas a todo con tal de arañar unos marcos, unos francos que relanzaran su economía- más y más carne fresca para su maquinaria; que nunca parara. Para eso eran -y siguen siendo- las que marcaban el destino de esa vieja Europa en la que, siglos atrás, los españolitos -vascos, asturianos, gallegos, andaluces, extremeños…- se batían el cobre por una insignificante soldada y la gloria de servir al emperador en cuyos dominios nunca se ponía el sol.
Porque eso es el pasado; un duro ajuste de cuentas con tu propia vida. Lo compruebo cada día, al encender el ordenador. Recuerdos que se agolpan y enfrían tu ánimo -o lo calientan, según el caso-. Una dirección, una casa en la que vive tal o cual personaje -la misma en la que tú viviste-, la miseria que se enseñoreaba a tu alrededor, la pobredumbre moral y física del que nada tenía y a poco aspiraba. Esa vida, esos recuerdos. Desde hace ocho meses que embarqué en esta aventura no hay día en el que no rememore esas andanzas, ahora protagonizadas por otros, esos personaje que respiran a través de las páginas de una novela, mientras reviso fotos, hojeo álbumes o simplemente releo algún libro o informe que he ido acumulando durante el proceso de documentación. Esos recuerdos, como digo, que te invitan a reflexionar durante unos minutos antes de impregnar ese folio blanco -donde lo dejaste anoche, ahí, en ese punto atascado- de nuevas aventuras, hechos, sueños e ilusiones. Los que se vivieron en el pasado, fiel reflejo que lo que nunca debería ser el futuro.
Decía que abrir la puerta al pasado es peligroso. La máxima que defiende la protagonista de esa novela, una mujer borde, deslenguada, de firme carácter y unos sentimientos tan profundamente enterrados en su interior que hay que trabajar -y mucho- para extraerlos e insuflarle lo que esa chica fue y nunca más volvió a ser. Solo que ella, astuta, no abre nunca la puerta al pasado. Y para una vez que lo hace…
Pues eso, la novela que tengo entre manos. Esa puerta al pasado que, cada día que pasa, me resisto a cerrar. Por todo lo aprendido y vivido. Por esa maravillosa experiencia que supone revivir el pasado.