Cuando te sientas ante el folio en blanco, ese terrible enemigo del que he hablado en alguna que otra ocasión por estos lares, piensas en muchas cosas.
Rondan por tu cabeza escenas, recorridos vitales de los personajes, la red de relaciones que tejerán entre unos y otros… Y en el lector. En esos lectores que, tiempo después, depositarán en ti la suficiente confianza como para dejarse veinte euros de media –imaginen las alternativas de ocio que existen por ese precio-. Cuando tienes la suerte de conocerlos, de departir con ellos unos instantes en una feria, una charla o porque los has descubierto leyendo alguna obra tuya en un viaje en transporte público, el mágico círculo se cierra –charlar con un lector, preguntarle por la lectura, si le ha gustado o no, darle las gracias por esa confianza-y la rueda vuelve a girar, esperando la próxima novela. Para repetir idénticas sensaciones.
Viene al caso esta reflexión porque la semana pasada recibí un correo de un lector. No suelo recibir muchos así que cuando eso ocurre, como bien cantaba Joaquín Sabina, hay fiesta en la cocina, en el salón y hasta en el cuarto de baño si es preciso. Un lector, nada menos, que se interesa por ti. Lo mejor viene cuando te cuenta que acaba de leer una novela –una fantástica novela en este caso- y se ha acordado de una que tú escribiste tiempo atrás y cuya lectura le despertó una gran cantidad de sensaciones y emociones; cuando te pide, por favor, que le digas de qué irá lo que tienes entre manos y la hipotética fecha de su publicación, de las ganas que tiene de volver a leer algo tuyo. Entonces, sólo entonces, caes rendido, le contestas con toda la alegría y felicidad del mundo y piensas, por encima de todas las cosas, la suerte que supone poder escribir para recibir después satisfacciones como esta. Y otras tantas más.
Porque, en definitiva, escribes para ese lector, para esa persona que luego recreará en su mente todas las acciones, situaciones y descripciones que previamente han desfilado por tu cabeza y que han quedado impresas en esas hojas que tiene en sus manos; que sentirá las vivencias, amores y desgracias de los personajes como suyos propios; y lo mejor de todo, que te seguirá una lectura tras otra porque para él eres eso, la puerta a mundos desconocidos, tan insinuantes como enigmáticos, mundos calados de una magia que sólo la literatura es capaz de pergeñar.
Porque es un lector. Todo un lujo para un escritor.