No hay día que no me cruce con esa frase. En los tiempos que corren uno no sabe si tomarla como un bálsamo o un acicate más para atarse los machos de cara a lo que nos espera en los próximos años. Que no lo sabe ni Dios. Y ya es decir.
La frase hace referencia a las penalidades que soportaron muchos de nuestros padres o abuelos para salir adelante en un momento clave para cualquier existencia como es el final de una contienda entre hermanos. Una guerra civil. Con sus secuelas de todo tipo: morales, económicas, sociales, emocionales… Un apocalipsis indomable cuyos resultados se extendieron durante algunos decenios, o más, por todo el país. Y aún así, salieron adelante. Con un par, y unos cuantos más. Vaya si lo hicieron.
No se trata de lanzar peroratas ilusionistas ni tampoco de vender humo, que para eso sólo hay que subir la madrileña calle Carrera de San Jerónimo y allí lo tienen ustedes por toneladas; se trata de ver la realidad con los ojos de aquellas personas, de escuchar aquellos testimonios y razonar, pensar un instante. Si los tienen a mano, mejor. Pregunten, indaguen, conozcan. Esas palabras, esos consejos valen su peso en oro. Los años de la experiencia se permiten la deferencia de contarnos cómo fue aquello de levantar un país en ruinas y echarlo a andar, mal o bien, malviviendo en sus campos arrasados o minando su nostalgia en las industrias del primer mundo que entonces, y ahora, sigue estando más allá de los Pirineos; de cómo hicieron frente a las vicisitudes, a sus limitaciones, a las puñaladas con las que la vida decidió premiarles; de su sufrimiento, angustias, risas y penalidades; de cómo cogieron por la pechera a esa misma vida tan hija de puta y le espetaron aquello tan español de si tú tienes huevos, yo más. Y así fue.
Pues esa famosa frase es la que volví a escuchar ayer otra vez, al mediodía, en un informativo de televisión. La pronunció un joven que participaba en las manifestaciones que conmemoraban el Día del Trabajo. Sin bandera alguna ni pegatina que lo identificara con tal sindicato o cual asociación política, religiosa, cultural o deportiva. Un joven más. Mirando a la cámara con los mismos ojos con los que sus abuelos se enfrentaron a esa perra vida que ahora lo encara a él. Sereno, con la frialdad suficiente como para decir que muy bien, que todo está jodido –y más que se puede poner-, pero que ellos lucharon y salieron adelante. Y si lo consiguieron, él también lo logrará. Luego, a su lado, reclamando ese minuto de gloria que todos desean alcanzar en su misérrima existencia, un tipo de edad algo más madura, pertinentemente decorado con todo tipo de emblemas de un sindicato –para qué nombrarlo- pidió la dimisión del Gobierno entre risas, casi carcajadas. El otro bajó la vista al suelo y se alejó del plano de la cámara. Seguramente pensando que así no vamos a ninguna parte. Y acordándose una vez más de sus abuelos. Esos sí que lo tuvieron claro desde el principio.