Es la mañana de Nochebuena. Fría, muy fría. Gruesos copos de nieve tiñen las aceras, capós y techos de los coches. «El segundo día de nieve que nieva seguido en Madrid. Nada menos». El comentario del anciano apenas despierta interés en su compañero -bufanda al cuello, largo abrigo y gorro de piel de borrego, vestimenta parecida a la que gasta su compañero-, que pasean melancólicos y sin prisa alguna por la Plaza de la Lealtad. Sus pasos los conducen acera abajo, en dirección al Paseo del Prado. Al pasar por la puerta del Hotel Ritz, ambos se detienen. Embelesados. La vienen escuchando, curiosos, desde varios metros atrás. Una música especial. Los dos ancianos la ven allí, acurrucada al pie de la entrada del hotel, a prudente distancia para llevarse bien con los porteros. Hasta que uno de los venerables hombres repara en un pequeño detalle que el otro no ha advertido.
-Tiene sólo tres cuerdas…
Es el violín que la muchacha acaricia con extrema dulzura lo que llama su atención; y se felicita por su buena vista. En efecto, sólo tiene tres cuerdas. Ella, larga melena tocada con una gorra de color azul y cuerpo embutido en un abrigo raído color crema que le cae hasta los pies, sonríe. Sus dedos resbalan por las tres cuerdas del violín que el arco transforma en una deliciosa música que turba los sentidos de la pareja de ancianos. A los pies de la muchacha, abierto, el estuche donde guarda el instrumento. En lo que lleva de mañana lo único que ha caído dentro han sido los copos de la tormenta de nieve, que arrecia con fuerza. El viento, igual de molesto, apenas perturba a la muchacha, que cierra los ojos y transporta su mente a otro lugar, otro cálido momento que le hace más llevadero el actual.
-¡Muy bien! ¡Muy bien! -prorrumpe uno de los ancianos que deposita un billete de cinco euros en el estuche de la muchacha.
Ella, feliz, les guiña el ojo y les desea un buen día. Su «gracias» ha regalado los oídos de ambos ancianos, prendados de la candidez que desprende la violinista.
La música acompaña su soledad bajo la nieve. De cuando en cuando asoma la cabeza algún portero del hotel, que le guiña cómplice un ojo -además de un café caliente, en vaso de plástico, que ha tomado agradeciendo el calor que se consumió entre sus ateridas manos- y la escucha unos segundos hasta que aparece un coche. Es un taxi. De su interior, tras abrir la puerta el portero con diligencia, surge la imponente figura de un hombre de rostro adusto, sombrero de piel cubriendo su cabeza, loden negro y pantalón vaquero a juego que oculta sus botas también de piel. El hombre la ve por un instante, impertérrita, con su violín, y pide al botones que lleven sus maletas al interior del hotel. Da dos pasos tras él y se detiene. Algo ha llamado su atención. La violinista lo ve acercarse y mantiene su pose tranquila mientras la música fluye a través de sus dedos. El hombre tuerce el gesto ante ella. Su voz, gutural, potente, denota una procedencia eslava:
– ¿Por qué sólo tiene tres cuerdas?- Pregunta el hombre, tono hosco, casi agrio-. El violín, digo.
Ella, sin perder la sonrisa, interrumpe la pieza.
– Porque se rompió. Toco para comprar otro violín.
El hombre ha soltado lo más parecido a un bufido encaminando sus pasos hacia el hotel, dejando a la muchacha perpleja, con la palabra en la boca.
Al mediodía del día de Nochebuena, otro de los porteros le obsequia con otro café, éste en una taza, con unas cuantas galletas que la muchacha agradece como el mayor de los manjares. Después de dar buena cuenta de su particular festín, toma el violín que había depositado dentro del estuche -el solitario billete de cinco euros reclamaba con urgencia compañía-y sigue tocando. Como si la música fuera lo único que le importara en la vida, ajena a la nieve, al viento y al frío que presagian una tarde desagradable y una no menos hosca noche.
No había desparecido el calor del café de su estómago cuando un nuevo taxi se acerca a la puerta del hotel. En esta ocasión nadie desciende de él; al contrario, el botones cede el paso con la puerta abierta al individuo de aspecto extranjero que antes se interesó por ella. Él repara de nuevo en la muchacha, y pidiendo al taxista que lo espere un instante, se llega a la altura de la violinista, que lo recibe con otra cálida sonrisa dibujada en su bello rostro.
– ¿Por qué sólo tiene tres cuerdas?- preguntó otra vez el hombre-. El violín, digo.
Ella ríe. Una carcajada limpia que dejaba al aire una dentadura blanca y casi perfecta. La respuesta ya se la sabe.
– Porque se rompió. Toco para comprar otro violín.
En ese instante el hombre introduce su mano izquierda en el bolsillo de su pantalón pero a última hora se arrepiente y regresa al taxi. Ella, apesadumbrada, baja la vista al suelo, los ojos clavados en el estuche donde únicamente reposa el billete de la pareja de ancianos. La triste recaudación de otro día más. Uno de los tantos de su triste vida.
Comienza a anochecer. Un palmo de nieve viste aceras, tejados y coches. Desde los árboles, teñidas sus desnudas ramas, caen varios cuajarones al suelo. La muchacha tose; es la segunda vez que lo hace en menos de cinco minutos. El frío ya es insoportable y ni siquiera los dos cafés que le habían vuelto a traer sendos porteros la aliviaron todo lo que deseaba. Un tercero espera ante ella con un nuevo café. La muchacha se lo agradece profundamente.
-Deberías marcharte a casa. Tu familia debe estar esperándote para cenar.
Ella compone una amarga sonrisa que explica más que sus palabras.
-No tengo familia ni lugar a donde ir… Toda mi vida es este instrumento. A él fié mis posibilidades…
En apenas cinco minutos, la chica ha resumido una vida aciaga y solitaria. «Esperaba recaudar algo más para pagarme esta noche una pensión. Pero visto lo visto…». El portero le pide que espere un minuto. El tiempo que tarda en regresar con una buena noticia para ella:
-Hay un pequeño cuarto junto a la entrada. Puedes dormir allí esta noche. Pero no digas a nadie que te lo hemos ofrecido nosotros…
La muchacha levanta la vista y advierte la presencia de otro portero, que la observa con gesto entre apenado y aliviado. Desde algunas ventanas del hotel, en salones reservados al efecto, surgen las voces de personas que cantan villancicos y canciones populares en distintos idiomas. La violinista, ya sin el abrigo, protegida del frío en el pequeño cuarto que será su vivienda esa noche, rememora viejos tiempos y comienza a interpretar otro villancico junto a uno de los porteros. A un lado, encima de una banqueta cubierta por un papel de periódico, le espera un plato de sopa y abajo, en el suelo, dos pequeñas bandejas: una de embutidos y canapés y otra con un surtido de dulces. «A fin de cuentas -piensa-, va a ser una noche mejor de lo que esperaba».
El día de Navidad amanece envuelto en una espesa niebla. La entrada del hotel, al igual que la calles, rezuma una húmeda soledad a tan temprana hora de la mañana. Hora en la que uno de los porteros despierta a la muchacha. Ella, solícita, sin perder la sonrisa, se yergue desperezándose. Su sitio está al pie de la puerta del hotel, junto a la verja.
-Tengo que seguir tocando para comprar otro violín.
El portero levanta la vista para llamar la atención de otro, que entra en el cuarto con un paquete.
-Es para ti.
La muchacha lo desenvuelve entre cautelosa y sorprendida. El primer pedazo de papel que aparta le arranca un grito. Sus dedos comienzan a temblar. Conforme el papel desaparece gana presencia un estuche de piel negra; dentro, un precioso violín. A su lado, una nota.
-Los violines tienen cuatro cuerdas.
Bajo estas letras, un nombre. La muchacha se llevó la mano izquierda tapándose la boca por la sorpresa.
-¿Ha sido él? -preguntó perpleja-. ¿Cómo no pude reconocerlo?
-Se marchó esta mañana. Antes de hacerlo nos dejó este estuche para ti. Preguntó en recepción si te conocíamos y al responder que anoche dormías aquí, en el cuarto, nos pidió que te lo diéramos en cuanto despertaras.
La violinista lo toma con suavidad, acariciándolo con su barbilla. Cierra los ojos, prende el arco y destila las primeras notas de las muchas que llenarían su vida de felicidad. Lo mejor que pudo ofrecerle el violín de cuatro cuerdas.