Battiato es su apellido. Está de gira estos días por España para presentar su último disco –Ábrete Sésamo-. Y confieso que no sólo me hace gracia sino que también no dudo en expresar mi admiración por él. Lo habré visto un par de veces en directo y no deja a nadie indiferente. Particular, muy particular. Pues eso, Battiato.
De Battiato tuve noticia allá a finales de los años 80. Estaba muy en boga en nuestro país gracias a éxitos como ‘Yo quiero verte danzar’ o ‘Centro de gravedad’. De hecho aún recuerdo una delirante imitación de Josema Yuste en televisión vestido con gabardina y con un calzapiés a modo de nariz retorciéndose –Battiato, recuerden, más pétreo en un escenario que los Budas de Bamiyán- mientras interpretaba el primero de aquellos temas. Desopilante. Poco a poco comencé a escuchar más discos, más canciones, a indagar en la vida de aquel cantante siciliano cuyas letras contienen más misterio que la Santísima Trinidad. Y me enganchó. Veinte años hace ya de eso y ahí está, pelo encanecido, expresión ausente, nariz aguileña y mirada penetrante. De esas que recuerdas como si la estuvieras viendo, enmarcada en unas sempiternas gafas de pasta.
Battiato es capaz de dejar infinidad de anécdotas a su paso. La que voy a contar ocurrió una de las veces que lo vi directo. Fue en el Teatro Real de Madrid. Noche fría, invernal. De esas que te costaba adivinar la silueta de las estatuas de la Plaza de Oriente entre la niebla, acodada en cada rincón del lugar. Dentro, la mitad del aforo repleto de italianos. Como jugar en casa. Y unos cuantos parroquianos amantes de su música entre los que se encontraba un servidor. El concierto fue inolvidable. Siete bises, siete; el último de ellos con el escenario a oscuras, un piano solitario y una bailarina que tuvo que salir descalza para contentar al personal. Y allí estaba él, Battiato, impertérrito después de recibir una salva de aplausos tras otra. Al concluir la última concesión a un público entregado, medio auditorio se puso en pie, con las manos echando humo, y comenzó a corear acompasadamente su nombre: “Franco, Franco, Franco, Franco…”. Y no pude evitar sonrojarme ante la situación, como muchos de los parroquianos que allí nos encontrábamos al escuchar semejante demostración de afecto, no muy lejos de otro lugar donde años atrás también se jaleaba a otro tipo de Franco. Otros tiempos, en definitiva. Otras cosas.
Battiato. Para el que le interese, hoy toca en Madrid. Muy recomendable, ya se lo digo yo.