Hará un par de semanas que desempolvé varios escritos iniciales. Simple curiosidad, sin ningún otro propósito que me impulsara a ello. Cosas que empecé a pergeñar hace más de diez años y que, en su mayoría, quedaron olvidadas en una carpeta del disco duro de mi ordenador. Y entiendes el porqué. Ante mis ojos desfilaron una historia que aparqué en el folio veintitrés, otra que a duras penas pasó de los dos capítulos, una tercera con menos visos de ser concluida que el viaje inaugural del Titanic, etcétera. Folios y folios marcados por el sello de la falta de experiencia. Así lo achaqué en su momento antes de abandonar esos caminos sin saber si habría o no un hasta luego. Pasado el tiempo, con el pelo algo más encanecido y un poco -no mucho- más de experiencia corroboras esa gran verdad que en boca de ciertos escritores consagrados suena a dogma: las historias te eligen a ti y no al revés.
Porque cada historia tiene su momento, y es verdad. Son ellas, y no tú, las que calibran si estás o no preparado para afrontarlas, si dispones de los conocimientos, dominas las técnicas y sabes cómo y de qué manera puedes sacar el mejor partido de cada una. Una de las que he mencionado anteriormente, la que cercené en la página 23, huele a falta de cuajo que apesta. Bonita historia, desde luego, pero no para escribirla con la edad que la comencé. Aún peor, al menos harán falta diez años más para retomarla con seriedad y sacar todo su jugo. Cuando la experiencia vital haya blanqueado lo suficiente mis canas como para saberlo. Y otro tanto ocurre con la que tengo entre manos en la actualidad. Fue ella la que me eligió a sabiendas de que había otros temas sobre la mesa. Todos quedaron eclipsados ante aquella, sin rechistar, ¿qué podían hacer? Imposible resistirse a su influjo, esa voz dulce y sensual cual sirena que clama tu presencia; era el momento, su momento. Ni antes ni después.
Entonces te das cuenta de que todo tu bagaje, lecturas, aprendizaje y técnica no valen para nada si la historia dice que no. Como esas damas de altura, electrizantes, bellas y crueles, que te conocen mejor que tu propia madre y que con un chasquido de dedos te subyugan de tal manera que no puedes escapar a su influjo. Esas historias. Demasiado inteligentes como para desperdiciar su tiempo, el que ellas mismas imponen. Sabiendo que tú no eres más que un peón en su tablero cuyo final de partida ya tienen dominado, y al que únicamente llegarás después de cruzar determinadas puertas, tras atravesar distintos senderos impregnados de sus pistas. Sólo entonces, tras duro batallar, comprobarás que ha merecido la pena. Que la historia tenía razón. Que has disfrutado con ella como nunca hasta ese momento, mecido en sus brazos o ahogado en su néctar de letras como la más dulce de las ambrosías. Y fin. Hasta que pase la próxima. ¿Cuándo? Ella te lo dirá, y te desvivirás por hacerle caso. Ladinas, muy ladinas. Esas historias. Porque son ellas las que te eligen y no al revés.