Apenas había oído hablar del susodicho más que por recuerdos del añorado Labordeta, ahora que ando con una biografía suya entre manos –extraordinariamente recomendable, al igual que lo era la persona-. Una ocurrencia. Una de tantas otras cuando estás inmerso en el proceso de creación de una novela. Lees cosas, averiguas datos e imaginas situaciones. Todo lo necesario para divertirte escribiendo, y que después la historia quede lo más redonda posible. Luego, cuando se publique, si se publica, ya habrá tiempo de lidiar con los gustos de cada cual. Otro cantar. Y en estas me topé otro que canta. Con él. Con Brassens, Georges Brassens.
El hallazgo fue de lo más peregrino. Unas cuantas notas para ambientar la historia, canciones que reflejen lo que fue la época en la que se desarrollará la historia, y un fogonazo. «Brassens…». Recuerdos de Labordeta y poco más. El inicio. Búsquedas, hallazgos, y el hechizo. En apenas dos semanas, tres a lo sumo, ya he escuchado buena parte de su discografía e incluso puedo repetir estrofas de algunas canciones, tal y como hace uno de los personajes de la novela. Él/ella obligado/a al comienzo, encantado/a después, para aprender francés; servidor de ustedes, por el placer de haberlo descubierto. Señoras y señores, Brassens. Casi me faltó decirlo.
Un mundo de canciones, de sueños hechos poesía, en el que tenían cabida soñadores y desheredados, putas y borrachos, olvidados de la vida y débiles con ansias de zafarse de su maldita debilidad. Brassens lo mismo hablaba de la mala reputación que de un paraguas, de un paseante que dedicaba palabras dulces de amor a quien quisiera escuchar su solitario eco, o de ese Dios que un buen día lo llamó, tocándole suavemente el hombro, como quien no da importancia a las cosas, para que lo acompañara. Brassens.
Hay noches en que su voz me guía en un viaje imposible. Un periplo que comienza rompiendo la barrera que existe entre el folio y mi imaginación, y finaliza con el aterrizaje en un mundo real e ilusorio a partes iguales. Un escenario por el que desfilan héroes reales y anónimos vitales, fuerzas vivas y mitos, y que comparten espacio y ansias de vivir con aquellos de cuyo vestigio sólo quedarán, ojalá, letras impresas en una blanca y suave hoja. Y sobrevolando este escenario, él, Brassens. Su música, voz y canciones. Esas que he elegido echarme a la mochila para este viaje. Como la del eterno Labordeta. Él tuvo la oportunidad de conocerlo antes. Servidor, aunque tarde, también. Por suerte. Por qué no decirlo.