Hace más de una semana volví a embarcarme en la apasionante aventura de escribir una novela. Atrás quedan intensos meses de documentación, de búsqueda de datos, libros y apuntes que recreen la atmósfera deseada.
También de preparación para ese momento. El mismo al que me referí en esta bitácora no hace mucho, y que en esta ocasión se comportó como digno y leal adversario. Después, la recompensa: el encuentro con el personaje. El principal, sobre el que vas a sustentar prácticamente toda la historia. Alrededor de él girarán otros muchos a los que no tardaré en conocer en el papel tras una mera toma de contacto entre tachones y frases superpuestas. Que también hay ganas de hacerlo, de hecho. Pero el primero, ese que desfila ante ti en los compases iniciales, es especial.
Nos esperan interesantes meses por delante. Aún lo conozco poco; sé lo esencial de su vida, de sus gustos y pareceres. Intuyo saber más de lo que sé, pero prefiero que sea él mismo el que abra la puerta a mi curiosidad y se decida a contar más. Esa historia suya tan particular, imbricada con otras tantas que terminarán por tejer un pasaje a lo desconocido; una aventura ante la que te presentas indefenso, implorando a ese personaje que te lleve consigo, juntos de la mano, hasta donde él quiera llegar. Cuando, entonces, por fin, puedas decir que lo conoces y le invites a ser uno más. Parte de ti y de tus pensamientos. De tu vida. Cuando el personaje se haya convertido en alguien al que tratas con respeto, de tú a tú. Que para eso se lo ha ganado.
Porque eso es lo que son los personajes de una novela; esos amigos tuyos. Viejos, nuevos, olvidados o rescatados del olvido. Siempre entrañables. Tan sorprendentes como geniales. A los que no dudas en tratar como si fueran tus hijos, tal es el cariño que profesas hacia ellos, o les infliges los peores castigos y las más enrevesadas y demoníacas situaciones, si es que se han desviado de la senda. Las ovejas descarriadas. Hijos y amigos. Los unos y los otros. Tus personajes.
En ocasiones suelen preguntar a los escritores qué tipo de vínculo establecen con sus personajes. Caras de póker, gestos adustos o frías miradas avisan antes de contestar. Es lo que tiene violar la intimidad. La tuya y la de ese personaje. Cuando eso ocurre, el trago se hace difícil. Muchos meses de comprensión y compañía mutua. Imposible digerirlos así, a la ligera. Temiendo hacerlo sin romper una relación ya establecida, propia y secreta. Contestas alguna vaguedad para que el periodista esboce una sonrisa tras conseguir lo que pretendía. Y tú, también, pero en un interior, esboces otra similar o mayor. Y hasta guiñes cómplice un ojo al personaje, haciéndole ver que ese lazo establecido entre ambos queda para los dos. Es nuestro y de nadie más. Hasta ahí podríamos llegar, parece decir. Y tú, asintiendo, también.
Ocurre incluso que son los lectores los que los hacen suyos, y entonces comprendes que ya son mayores, que pueden volar sin ti, caminar por la vida sin protección alguna. Me ocurrió en mi primera novela con Rodrigo Cifuentes, ‘El agrandao’, el curtidor de las tenerías de Valladolid, y en la segunda con Numu, hijo de Kamu, el cráneo número cinco de las excavaciones de Atapuerca. Oír sus nombres en voces de otros, leerlos en líneas ajenas a las tuyas, escritas por personas que han sentido sus vivencias y su peregrinar como propios, resulta una sensación dulcemente extraña. Saboreando la infinita satisfacción que supone comprobar cómo ese trozo de papel que te hizo pasar malos ratos, que profundizó horas de insomnio o momentos de diversión, se ha hecho mayor. Y se convierte en uno más. Uno de tus personajes. Un amigo.