La inteligencia progresa por un estrecho sendero de circulación en ambos sentidos. Uno de ellos es el de hallar las sutiles diferencias en las cosas, en los días, en los hechos, también en los sentimientos. El otro es el de descubrir las insospechadas relaciones que, ocultas bajo la capa de polvo de lo acostumbrado, se dan entre realidades de las que nadie sospecharía siquiera la posibilidad de contacto. De la primera viven los filósofos, de la segunda, las metáforas, se nutren los poetas.
Digo esto porque, en principio, parecería imposible levantar un puente que uniera orillas tan distantes como las tartas y la lana, sin embargo, se puede. Se dice que la lana quita el frío y también el calor. Igualmente, las tartas, sirven para uno y su contrario. Con tartas se celebra y homenajea a una persona y con tarta, tartazo en la cara en este caso, se le castiga y humilla.
Hemos visto tartazos en el cine mudo, a actores, a famosos, a ministros, princesas y a tiranos. Lanzarle una tarta a una persona debe producir una satisfacción arraigada en el mamífero y quien recibe el merengue en su rostro pierde toda dignidad. Hace unos días un malvado disfrazado de ancianita en silla de ruedas lanzó una tarta contra La Gioconda, en el Museo del Louvre, más bien, contra el cristal que la protege. No han transcendido las razones que movieron al sujeto a ello, aunque aventuro que no se trataba de nada personal.
Puestos a lanzar tartas en un museo, sin duda, yo empezaría por las cámaras de vigilancia. Recientemente se ha instalado en los Museos de Bolonia un sistema de detección de miradas, que espía, para luego analizar, las reacciones de los visitantes ante las obras de arte, el tiempo que pasan delante de cada una de ellas, las partes que más les llaman la atención. Dicen que así sabrán qué cuadros son más atractivos y podrán preparar mejor las exposiciones. Que te observen cuando estás ante La Transfiguración de Rafael, por ejemplo, es una violación de la intimidad a la altura de que te graven en el excusado. No tiene un pase. Y además sospecho que a partir de ahora el criterio museístico será el gusto no formado y mediocre del turista. Y así, con todo, cada vez tontos más tontos. Nada que pueda elevar nuestro espíritu se salva. No se dio la voz de alarma cuando Luis Cobos comenzó a ponerle batería a Mozart y todavía había tiempo de evitar el desastre pero ahora: «El apocalipsis va a llegar».
Salud.