Con la imprudencia propia de los veintimuchos años – que no tiene por qué degenerar en soberbia si uno tiene buenos amigos y una familia que le quiera – el primer día de curso les decía a mis alumnos que tomaran nota de los dos principios que regirían en mis clases cual marco jurídico. El primero citaba a Don Miguel: “El haber besado los pies de Cristo no es disculpa para escribir con faltas de ortografía. Si alguien me dice que sólo escribe bien cuando está borracho, le diré ¡Emborráchate!”. El segundo, aunque huérfano de la potencia unamuniana, resultaba casi tan provocador: No respeto ninguna opinión. Les decía y se armaba la de Dios es Cristo, pues en aquella época se estilaba mucho lo de respetar la opinión de los demás, de cualquiera, poco importaba que estuviera formada o no, digamos que se había alcanzado cierta utopía igualitaria en el mundo de las opiniones.
Yo siempre fui contrario a esa moda, ya que me parecía nocivo lo de respetar opiniones y así se lo intentaba hacer ver. Pongamos que un señor sale de casa por la mañana con una opinión que le ha susurrado la almohada en ese duermevela que precede al despertar. Se trata sin duda de una opinión tierna, con los huesos por crecer. Se encuentra con el portero y se la cuenta, este no está de acuerdo, pero, respetuosamente, le dice: respeto tu opinión. Y así va pasando el día, de corrillo en corrillo, siempre respetado, hasta que vuelve a casa con una opinión que en nada ha variado a la de la madrugada pero que ahora, adolescente, cree consolidada, pues nadie se la ha rebatido.
Esta permisividad, este dejar pasar y no llamar tonto a quien dice tonterías, devino por cauces naturales en que el tonto acabara creyendo que tenía razón. Todos deberíamos saber que nada hay más peligroso que un tonto convencido de tener razón, por lo que, ninguno debería sorprenderse por el siguiente salto en esta evolución: el tonto querrá imponer su razón a los demás. De este modo, en un tiempo extraordinariamente corto, hemos pasado del respeto tu opinión o no respetar ni siquiera a quien opina. Y esto ya me parece peligroso. Aquel primer día de curso, a mis alumnos después del arreón los tranquilizaba diciendo que no iba a quemar a ninguno por lo que opinara. Me temo que ahora se ve a mucha gente almacenando leña. Al final, como decía mi buen amigo Juan: tener razón es una falta de educación y demostrarlo una grosería.
Salud.