El miércoles pasado terminaba la columna advirtiendo del riesgo que conlleva calificar cualquier evento como histórico, por nimio que sea. Es el doble riesgo de disminuir el valor de la Historia y como consecuencia el de empequeñecernos. Aplaudimos a un atleta que es capaz de saltar más que nadie, pero veríamos como algo ridículo si en cada salto, en lugar de elevar el listón unos centímetros más, lo situara unos centímetros por debajo.
Al igual que el deportista, que debe sus logros al sacrificio, al esfuerzo continuado, a la tenacidad en lograr su objetivo, renunciando por ello a lo inmediato, a la satisfacción de otros placeres más fáciles de colmar, teniendo como horizonte un logro más valioso en la lucha contra sí mismo y sus debilidades y flaquezas, el ser humano histórico, el que hace progresar la Historia, es aquel que siempre intenta superarse, el que obra conforme a su conciencia del deber sin que le venzan las posibles y probables consecuencias desagradables que esta manera de encarar la vida le pueda ocasionar.
En esta carrera de la vida, el pusilánime debe hacerse a un lado, como dijo Giordano Bruno. Vivir honestamente exige, no sólo de una adecuada educación en conocimientos, si no, y aún más importante, de una formación del carácter. Y esto es algo que por desgracia se nos olvida y que yo sepa no aparece en ningún programa educativo. No ocurría así en Esparta, donde los niños eran formados en la más extrema de las durezas, al límite de la supervivencia, hasta demostrar que eran aptos para formar parte de una sociedad de la que se sentían orgullosos.
Al parecer los colegios anglosajones, donde se forman las élites, ahondan en esta formación del carácter de sus alumnos. Sin necesidad de ir a un internado de chaqueta gris y corbata a rayas, tuve la suerte de nacer en un pueblo, donde la forja del carácter era algo natural que venía con los días. Con las tardes de pesca en las que una docena de chavales nos juntábamos a pescar en un reguero de dos metros cuadrados. Era tal la densidad de cañas, que ocurría con frecuencia que se enredaran las tanzas. Todos sabíamos que «el que enreda, corta». Así es la vida. Sin lágrimas. Esa era la lección, fuera de la escuela.
Salud.