Recién llegado. Quizás este sea el día en que más disfruto de volver. Volver. A veces me pregunto porqué me fui, pero mientras pueda seguir volviendo, ni la pregunta ni las posibles respuestas son tan importantes. Aunque faltan unos días, para mí, al llegar, ha comenzado la Navidad. Terminará cuando me vaya.
Acabo de llegar a casa de mis padres, a la casa familiar, a mi pueblo, al espacio de la infancia, donde fui niño. La infancia es el lugar de la Navidad. Cuando vuelvo a casa, cada año, cada Navidad, vuelvo a ser niño. Sí, de verdad.
Hace frío, como casi siempre, pero yo estoy sentado en la silla de mi abuelo. El también, siendo viejo, volvía a ser niño por Navidad. Le estoy viendo poner el nacimiento. No me digáis que montar el nacimiento no es un juego de niños, sólo que en lugar de indios y vaqueros, se colocan lavanderas y pastores, además de otras figuritas. Mi abuelo volvía a ser niño por Navidad, hasta que todo el años se convirtió para él en una navidad continua.
Luego, con el pasar de los años y de los avatares de la vida, cada uno lleva consigo esa primera Navidad, al niño, a la familia y la comparte y revive en nuevos lugares, hogares, con quienes se ha encontrado en el camino y ha compartido la sal y el abrazo y tal vez los sueños, que son ya también familia.
Sentado en su silla, decía, a la mesa camilla y con el brasero a los pies, veo por la ventana jugar a dos niños en la plaza. Dos niños y un balón. No necesitan más. Ni porterías ni reglas ni siquiera juego. Y si no tuvieran tampoco balón, seguirían jugando, seguro, quizás corriendo uno tras del otro o tirando piedras o interrumpiendo el caminar de las hormigas o, incluso callando. Todo eso no importa, lo decisivo es ser niño y que tienen claro que en este momento están jugando. Tal es su voluntad, así es el juego.
Los niños no saben qué es la felicidad. Sencillamente son felices, o están tristes o tienen hambre o ganas de correr. No necesitan de intermediarios con la vida y las emociones. La felicidad es cosa de mayores. Cuando se va perdiendo la voluntad, la fe ciega, la energía, los adultos van (¿vamos?) cambiando la vida por los conceptos: felicidad, libertad, igualdad, fraternidad, en vez de felices, libres, iguales, hermanos. Hace muchos años, un gran amigo me sorprendió al decirme que no creía en la amistad. Me enseñó que era mejor creer en el amigo.
Conceptos, muchos de ellos catalogados también como derechos. ¡Alto! ¡Deténgase! Aquí está el error: ¡La felicidad no es un derecho! Sí, me ha oído bien, pero se lo repito: ¡La felicidad no es un derecho! Ninguno tenemos derecho a la felicidad. Y hemos creído que sí teníamos ese derecho. Y este ha sido nuestro error. Nos hemos sentado a esperarla, quiero decir, a que nos la trajera un alto funcionario o un cartero. Pero, de tanto esperar, al aceptar que la felicidad era algo que vendría de fuera, que no estaba en nosotros, los músculos del ánimo y del alma se nos han vuelto vagos y ahora tenemos demasiada grasa en nuestra voluntad.
Claro que la felicidad no es un derecho ni existen ventanillas en las que reclamar. Aquí estuvo el error, pero todavía podemos subsanarlo. Eso sí, va a exigirnos un esfuerzo, seguramente un gran esfuerzo, pero merecerá la pena. ¿Qué otro motivo para esforzarse mejor que este? Podemos enmendarlo si caemos en la cuenta de que más que un derecho, tenemos el deber, sí, el deber, de ser felices, el deber de intentar ser felices, de hacer todo lo posible por cumplir con esta obligación. Así canta el soneto del poeta ciego: He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer: no he sido feliz.
Si todos nos aplicáramos con empeño al único deber que verdaderamente significa algo, trabajando en serio por ser felices -en lugar de hacerlo por dinero o por otras ambiciones vanas-, no tendríamos tiempo para tocarle las narices al de al lado y, como además, no conozco mejor camino para ser feliz que hacer felices a los otros, sin duda, el resultado de tanto sudor, sería un mundo mucho mejor que el actual, en el que los seres humanos nos hemos engañado creyendo que teníamos derecho a la felicidad, en vez de trabajar por ella.
Ese es mi deseo para ti esta Navidad: que dediques todos tus afanes y desvelos en ser feliz. Y ser feliz no depende principalmente de circunstancias –a falta de sol, aprende a madurar en el hielo– ni de capacidades, depende sobre todo de nuestra actitud, de nuestro empeño y, por fortuna, genéticamente todos estamos preparados para ello. Ser feliz no es la meta, es el trayecto, ser feliz no es lo que te viene, sino devolverlo siempre mejorado, ser feliz no es lo que te pase, sino cómo lo pasa y, esto es incuestionable, si no necesitas ser tú el feliz para ser feliz y eres capaz de ser feliz por los otros felices, brindo por ti, porque habrás cumplido con tu deber vital. Y si no te crees esto que te digo, fíjate en los niños y aprende de ellos.
Un abrazo.
Feliz Navidad.
Salud.
Oscar M. Prieto.