En la columna de la semana pasada hablaba del grave peligro que corre nuestra sociedad si trasladamos las legítimas discrepancias políticas del ámbito que le corresponde, que es el público, a la esfera privada de nuestra vida, convirtiendo una saludable atmósfera de confrontación de opiniones en un clima de animadversión insoportable. Si este riesgo es posible, sin duda se debe a que se dan las condiciones para ello o, para ser exactos, la condición necesaria y suficiente que no es otra que la ausencia de espíritu crítico en la ciudadanía. Hace tiempo que las ideas fueron sustituidas por las ideologías, lo que es nuevo es que las propias ideologías han sido privadas de su argumentario y sintetizadas en ideas fuerza, como si fueran pastillas de caldo concentrado. El discurso político ha dejado de ser un parlamento para ser una manifestación de eslóganes estampados en pancartas y camisetas. Se utilizan técnicas más propias del marketing que de la retórica, porque en realidad lo que quieren es vendernos un producto, lo que también supone, que nos ven como meros consumidores. Es ya una rareza encontrar un argumento en la rueda de prensa de un político. Sólo ideas fuerzas, breves, mensajes que prendan en la retina de la memoria y además pronunciados con una lentitud que exaspera, signo inequívoco de que nos toman por idiotas incapaces de comprender oraciones coordinadas o subordinadas.
Pero la culpa es nuestra, ellos venden y nosotros compramos. Es más cómodo así. Es más cómodo porque no nos exige que pensemos. Y de esto se trata, precisamente, de que no pensemos y compremos el lote completo, con pulsera de todo incluido y parada obligatoria de camino en una fábrica de camafeos. Sin embargo, no es posible la política, la democracia sin pensar. La cosa pública nos atañe a todos y exige de nosotros el esfuerzo de pensar críticamente, es decir, no admitiendo argumentos de autoridad, sopesando las propuestas que ofrece cada uno, exigiendo que cada propuesta tenga el aval de un razonamiento. Y luego, una vez que se ha pensado con espíritu crítico, entonces sí: decidir libremente. Porque, como dijo Nietzsche: «La verdad nunca se colgó del brazo de un incondicional».
Salud.