Puedo recordar la emoción de aprender a multiplicar, de pasar de la tabla del dos a la del tres y así hasta llegar a la del 9, momento en la vida en el que, uno deja de sentirse desvalido y se cree capaz de llevar la contraria a sus papás. La tabla del 9. Fue una emoción parecida, y probablemente por las mismas fechas, que la del día que aprendí a silbar con los dedos. Me quedé afónico pero, qué felicidad. Aprender debería ser una felicidad. ‘Aprehender’, así, con h intercalada, de aquí viene, porque quien aprende se hace con una porción de la realidad, del mundo, de la vida. La hace suya. La conquista.
No era tarde, sino mediodía, también llovía, en esta primavera que no nos deja de llover. No tenía mucho tiempo para comer y me decidí por una hamburguesa. Elegí para sentarme la mesa delante de la que estaban sentadas dos chicas, de unos veinte años. Intencionadamente. Quería escuchar de qué hablaban. De la universidad, de exámenes. Por las notas que decían que sacaban, parecían estudiantes aplicadas. Fue aquí cuando el suelo se abrió bajo mis pies y casi me traga. Una de ellas sólo se sabía la tabla del 2. La otra, la del 2 y la del 3. Y también la del 5, que es muy fácil. Añadió. Yo no daba crédito. Las dos se reían. ¿Para qué saberla? Era una pérdida de tiempo. El móvil tiene calculadora.
No haré juicios de valor. Temo que quizás tengan razón y yo me haya quedado anticuado, desfasado. ¿Para qué saber, teniendo móvil?
Salud.