Primero fueron las trampas para ratones, les ponían un trocito de queso para atraerlos y según metían el hocico: zas, saltaba el muelle y los estrangulaba. Pero a mí no me importó porque yo no era un ratón. Enseguida comenzaron a echar polvos de azufre en las esquinas para que así, cuando los perros fueran a orinar a las esquinas, al salpicarse les escociera. Pero a mí no me importó porque yo tampoco soy un perro. Enseguida comenzaron a poner puntas de punta en tejados y cornisas para que no pudieran posarse las palomas. Pero como yo no soy paloma –y además es cierto que lo ensucian todo- tampoco me importó.
Ya en pleno siglo XXI, en el año 2014, en Londres, ciudad que pasa por ser una de las más cosmopolitas del mundo, capital que ha organizado en dos ocasiones los Juegos Olímpicos, orgullo de la civilización que cuenta entre otros tesoros con el British Museum –bien es verdad que conformado por botines de guerra y despojos de colonizaciones-, en Londres, en el 2014, en algunos edificios de lujo, han colocado pequeñas púas triangulares de metal afilado, para que las personas sin hogar no puedan dormir en sus portales. Púas antivagabundos, al parecer se llaman. Pero como yo no soy un vagabundo, tampoco me ha importado. Algún día vendrán a por mí, pero ya será demasiado tarde para hacer algo.
En realidad, no es que no me haya importado, no soy tan insensible. Lo grave es que no le doy la importancia que este hecho tiene. Aunque esté escribiendo ahora mismo sobre ello, no le doy ni remotamente la importancia que tiene. Si se la diera, en lugar de escribir me habría rasgado las vestiduras, me arañaría con saña las mejillas, comería tierra y echaría cenizas sobre mi cabeza, me ahogaría en el llanto y sólo oiría el crujir de los dientes: porque estamos perdidos como especie, porque los seres humanos hemos fracasado.
De poco valen mil e incluso un millón de declaraciones de derechos humanos si seguimos empecinados en ignorar que la dignidad de una persona, de todo ser humano, reside en ser siempre valorada y respetada como fin en sí mismo y nunca como medio, herramienta o instrumento.
Valle-Inclán, para construir sus esperpentos, utilizaba dos técnicas con sus personajes:cosificación y animalización. Nosotros hace tiempo que no somos más que cosas, peor que cosas, números, estadísticas, en muchas casos ni siquiera llegamos a ser un número entero, no pasamos de ser raquíticos decimales. Ahora hemos dado un paso más, hacia el precipicio: somos animales. Es lo perturbador de esta noticia, de las púas antivagabundos, lo desasosegante y angustioso, la prueba al fin, definitiva y evidente, desenmascarada, de que podemos llegar, de que ya hemos llegado a tratarnos unos a otros, no como semejantes: como animales. Como animales de la peor ralea.
Yo tampoco quiero que duerma un mendigo en mi portal. Lo reconozco. Esto es lo terrible. Esto es lo terrible porque yo no soy ningún ogro, soy un tipo normal y duermo sin problemas de conciencia. Lo terrible es que no me doy cuenta, es que no lo quiero ver, no quiero ver que yo también soy parte y cómplice de este fracaso. Lo terrible es que cuando termine de escribir estas líneas, y se me pase el asco y la vergüenza que me ha provocado esta noticia, seguiré con mi vida, con mis egoísmos y con mis minúsculas preocupaciones, seguiré como si nada. Pero todo será en vano. Aunque nos neguemos a verlo, aunque nunca lleguemos reconocerlo, a reconocernos así, como somos: siempre nos acompañara la vergonzosa certeza de que hemos fracasado. Hemos fracasado como especie, los seres humanos somos el más imperdonable de todos los fracasos.
Qué ridículo suena después de esto, seguir debatiendo, salir a las calles, enarbolar banderas, exigir referéndums, elegir si mejor monarquía o república mejor. Qué ridículo y qué absurdo y también qué ruin, cobarde y miserable.
“Primero se llevaron a los comunistas, pero a mí no me importó porque yo no lo era; enseguida se llevaron a unos obreros, pero a mí no me importó porque yo tampoco lo era, después detuvieron a los sindicalistas, pero a mí no me importó porque yo no soy sindicalista; luego apresaron a unos curas, pero como yo no soy religioso, tampoco me importó; ahora me llevan a mí, pero ya es demasiado tarde”.
He leído infinidad de veces este texto que escribió Bertolt Brecht, repetido hasta la saciedad en las redes sociales. Nos sentimos bien pegándolo en nuestro muro de facebook o en el twitter. Nos sentimos mejores. Nos sentimos mejores porque aquí los malos están identificados: los nazis. Y nosotros no somos nazis, ergo: no somos los malos. Así que podemos seguir durmiendo tranquilos. Lo trágico y lo que no queremos ver, porque no nos gusta, es que este mismo texto podría haberse escrito hablando de nosotros, con cambiar sólo algunos nombres y algunas circunstancias los malos seríamos nosotros, todos, también los que vivimos convencidos de lo buenos que somos. Si algo hemos demostrado como especie es nuestra capacidad para engañarnos. Pero no nos engañemos: hemos fracasado.
Salud
Muy buena reflexión!!!!
Lastima que después de leerlo continuemos todos con nuestra rutina del ‘día a día’ y que no empleemos una parte de nuestro escaso tiempo a reflexionar un poco más sobre el papel que desempeñamos en este mundo, y en el que desgraciadamente pasamos de forma pasajera, y en la mayoría de los casos de forma inadvertida.
Preferimos el ‘partido a partido’, desafortunadamente, para no percatarnos de la cruel realidad, y de la que sin duda todos somos participes en nuestra medida, al no actuar para intentar paliarla.
Generosidad. Bonita palabra en la que podemos resumir la célebre frase de San Agustín ‘La medida del amor es amar sin medida’, y en la que nos invita a reflexionar sobre la entrega a los demás.