Generalmente, cuando se piensa en un pueblo, se piensa en un lugar, en su condición espacial, como si fuera ésta la que verdaderamente caracteriza la naturaleza de un pueblo: ser un lugar más o menos pequeño, más o menos bonito, más o menos apartado, más o menos silencioso.
Sin embargo a mi me interesa más la variable temporal, el tiempo, la realidad del tiempo y su vivencia como condición esencial de un pueblo. La ocasión es la oportunidad que nos brinda la fortuna de acompasar el movimiento cósmico del universo con el nuestro propio. Decía Maquiavelo que el hombre virtuoso es aquel que sabe aprovechar la ocasión que la fortuna le pone delante y no la deja escapar.
El mundo es grande, muy grande y hemos querido descubrirlo, abarcarlo, conquistarlo entero, medir su enormidad, y de tan grande, al final, hemos acabo haciéndolo pequeño, más pequeño que un pueblo, incluso que un rincón, porque en nuestro afán por llegar al último lugar, lo estamos haciendo todo igual, uniformando todo, estandarizando todo y ya da igual estar en Chicago que en Copenhague o en Varsovia, en Df, México o en Buenos Aires, en Singapur o incluso en Sangri Lá. Todo es igual ya en todos los sitios estamos uniformados, estandarizados, formando gran ejército un inmenso rebaño. La misma comida, la misma música en las discotecas, los mismos libros en todas las librerías, las mismas películas en cartelera, las mismas modas al vestir, la ubicua coca-cola.
Más preocupante que todos estos accesorios repetidos por millones de veces en todos los lugares, se copian y repiten y propagan también las mismas ambiciones y, lo más terrible, los mismos sueños. Se ha impuesto un modelo de vida, que incluye los ritmos, el precio y hasta los anhelos. Es por esto que digo que el mundo se ha vuelto tan pequeño, siendo como era tan inmenso. Y de tan inmenso/pequeño corremos el peligro de disolvernos en su inmensidad, en el vacío de un inmenso océano uniforme en el que han desaparecido todas las diferencias, en el que se ahoga el individuo, todo aquello que nos hace diferentes, únicos e irrepetibles. Nos disolvemos como un azucarillo, desaparecemos y pasamos a formar parte de este estruendo universal de productos y fábricas, de tendencias y marcas.
El mundo de tan grande, insisto, ha acabado siendo pequeño y a medida que el mundo se hace más pequeño, las mentes de los hombres de hacen más pequeñas, más compactas y vacías. Por eso creo que quizás es llegada la ocasión de los pueblos.
Reflexionando sobre esto, me vino a la memoria el mito de Osiris y de Isis, divinidades del panteón egipcio. Osiris fue asesinado por su hermano Set, fue descuartizado y sus miembros repartidos por todo el reino. Fue la avaricia, la envidia y la ambición la que llevó a Set a cometer este horrendo crimen. Isis, hermana y esposa de Osiris, recorrería todo el reino, recogiendo todos sus miembros hasta completarlos, reunirlos y resucitarlo, devolviéndole la vida.
Creo que debemos recoger todas las piezas que hemos desperdigado por el ancho mundo y volver a construirnos como seres humanos, como individuos portadores de sentido, de un sentido propio, cada uno, y también en relación con los demás. Es la ocasión de volver la mirada a los pueblos, porque quizás en este aquí y ahora todavía se pueda vivir, podamos realizarnos como seres humanos.
Se han removido obstáculos y ahora ya es posible y deseable la vida en un pueblo que sea a la vez acorde con la altura de los tiempos, no una vida retrasada o alejada de la corriente de la historia, no, sino integrada en el mismo devenir histórico y, al mismo tiempo, a salvo de la vorágine.
Los pueblos no estaban comunicados, incomunicados, sin acceso a la información, privados de ella, vetados para participar. Pero internet ha venido revolucionar y a poner en movimiento lo que estaba quieto. Cualquier dato, en cualquier momento, lo tengo a una distancia de un clic de mi dedo. Y esto es revolucionario y pone patas arriba la jerarquía de la geografía, la dictadura de los centros de poder, de los lugares importantes. Ahora cualquier lugar es importante, independientemente de las coordenadas. Internet nos ha liberado de la esclavitud de estar apartados, lejos de todo. Ahora cualquier lugar puede convertirse en centro si hay voluntad y talento para ello. Cualquier lugar es buen lugar, si nosotros decidimos que es un buen lugar. Además de internet contribuyen a este cambio también las vías y los medios modernos de transporte. El Estado de Bienestar también ha facilitado el desarrollo de las propicias condiciones. Ahora los pueblos cuentan con todos los servicios: educación, sanidad, consumo, ocio… incluso en algunos aspectos, por ejemplo el de accesibilidad, mucho mejores que los de las ciudades.
Tal vez ahora, así lo creo yo, sólo en los pueblos se encuentren las condiciones necesarias y favorables para un completo desarrollo humano, en armonía con uno mismo, con los demás y con la naturaleza. Decía Protágoras que el hombre debía de ser la medida de todas las cosas. Este es el principio, el hombre la medida. El ser humano la medida, el ser humano siempre el fin, nunca un medio, el ser humano siempre el horizonte, nunca un instrumento, el ser humano siempre lo valioso, nunca una herramienta, nunca un objeto.
En los pueblos es posible entablar una relación ética con el mismo tiempo, con la vivencia del tiempo. No olvidemos que los seres humanos somos radicalmente tiempo, de aquí que sea esencial lograr vivir el tiempo de la manera que menos nos duela, que diría Pessoa. El tiempo que se da en los pueblos es una especie en peligro de extinción, ya no se da en otros sitios o ecosistemas urbanos. Es un tiempo natural. Son jornadas humanas, en las que queda tiempo para todo, para el trabajo, para alternar con unos vinos, para la familia incluso para uno mismo y con todo, dormir 7 u 8 horas.
En la ciudad, en las grandes ciudades, para la mayoría esto es impensable, cualquier desplazamiento supone una sangría de tiempo, tiempo que se desangra en los atascos, en el metro, en las multitudes, tiempo que perdemos para nosotros mismos y para los nuestros, tiempo que se pierden nuestros hijos, nuestros amigos y nuestros deberes cívicos.
Hijos, amigos, las relaciones humanas también perviven y se desarrollan mejor en los pueblos. Seguramente porque haya tiempo para ellas, porque no haya que programar con antelación cualquier visita, porque los encuentros no son extraordinarios, si no cotidianos, a diario. En los pueblos se ve nacer y se ve morir. Y también se tiene consciencia del nacimiento y de la muerte, cuando en la ciudad, salvo que sea un familiar o el vecino del quinto. Es valiosa esta lección sobre vida y muerte.
Pero prefiero hablar de los niños, de la educación, de la formación que reciben en un pueblo y sólo en un pueblo pueden recibir. En los pueblos no te educan sólo tus padres o tu familia. No, en los pueblos, al menos en el pueblo en el que yo crecí, te educaba todo el mundo, todo el mundo tenía derecho y también el deber a reprenderte cuando estabas haciendo alguna trastada, a decirte en qué parte y con qué cebo los peces picaban mejor. Es una riqueza enorme la educación que un niño puede recibir en un pueblo, criarse en un pueblo, aprender naturalmente las relaciones entre seres humanos, el respeto.
También entiendo que todavía es posible una economía más ética, todavía no envenenada por la codicia, por el tener más, para tener más, sin ningún otro sentido que el tener más. Creo que en los pueblos todavía estamos a salvo del consumismo absurdo, consumir por consumir. No sé por cuánto tiempo esto será así, depende de nosotros. Sé que hasta ahora nada tenía que hacer porque nuestros padres o nuestros abuelos, nuestros ancestros no lo concebirían ni lo hubieran admitido: gastar por gastar, tener por tener, les hubiera parecido una locura o un pecado. Una economía más de subsistencia, que no de miseria, tener lo necesario y poco más que lo necesario para ser felices.
De alguna manera, estos tres aspectos que he querido destacar, el tiempo, la formación y la economía, confluyen de manera natural en el huerto y en todo lo que supone, concita e implica cultivar un huerto. Quien cultiva un huerto sabe que da igual la prisa que tenga, que los tomates no van a madurar antes, ni siquiera las lechugas. Quien cultiva un huerto aprende a disfrutar de esa paciencia lenta en la que se elaboran poco a poco los mejores frutos. Un huerto aporta a quien lo cuida el sentido del esfuerzo y del cuidado y la evidencia de ser resultado de su trabajo y de la generosidad de la tierra que siempre es generosa si sabemos cuidarla. Quien cultiva un huerto sabe del valor de la espera, de que es necesaria y también sabe disfrutar de cada instante del proceso. Sabe que todo en esta vida lleva su tiempo y esa enseñanza es más valiosa que muchos títulos universitarios. Quien cultiva un huerto aprende a estar pendiente de su entorno, del cielo, de ese mismo cielo que si no ni miramos y mirar el cielo, observar las nubes, olfatear el viento y predecir la lluvia, todo sin costar un céntimo, puede ser una fuente de felicidad. El huerto nos enseña a llevarnos bien con la naturaleza. El huerto nos alimenta con alimentos sanos, el huerto nos da la medida del valor y no sólo del precio, aunque también ahorramos y además, por eso creo que el huerto resume bastante de todo lo que he dicho, el huerto propicia la generosidad con los demás, quien tiene huerto regala al vecino una lechuga y quien dice una lechuga una berza y quien dice una berza…
Y también la política. Es en los pueblos donde se puede vivir la auténtica y genuina democracia. Rousseau defendía que sólo la democracia directa merecía de tal nombre y que ésta sólo era posible en sociedades pequeñas, creo que hablaba de no más de cinco mil personas. En los pueblos es posible participar políticamente, activamente, no es ningún invento nuevo, ahí están las juntas vecinales, los concejos… que ahora quieren hacer desaparecer. Sí, también esta opción de un vivir político honesto y comprometido, es otra de las ventajas de los pueblos, otra razón más para hablar de que ahora es la ocasión.
El filósofo Dan Dennett opina que “Internet se vendrá abajo y cuando lo haga viviremos oleadas de pánico mundial. Nuestra única posibilidad es sobrevivir a las primeras 48 horas. Para eso hemos de construir un bote salvavidas”. Y ese bote salvavidas es una red, son los vínculos humanos, entre vecinos, con los que sabes que podrás contar que nunca se “colgarán”.
Hace tiempo pensaba que sería bueno que a las afueras de todos los pueblos hubiera unos indicadores que señalaran las direcciones de las grandes ciudades del mundo y la distancia, para tener desde niños una idea aproximada de la enormidad de nuestro planeta. Ahora creo que debería haber señales a las afueras de las ciudades que indicaran el camino hacia los pueblos, porque quizás en ellos la felicidad esté más al alcance de la mano.
Salud
*Extracto de la Conferencia pronunciada en Hospital de Órbigo el 4 de abril de 2014