Algunos consejos prácticos para el peregrino ciclista: (Aquí podéis ver la primera parte)
– Hay que comer antes de tener hambre, y beber antes de tener sed. Esto parece una tontería pero no lo es. Cada hora y media hay que meterse algo entre pecho y espalda. Un dónut, un melocotón, una naranja, un plátano, almendras, queso, chocolate, jamón, pasta, bocata lomo. También valen las barritas energéticas, aunque a mí no me van mucho. Y lo más importante de todo: hay que beber agua continuamente. Y cuando paras, más agua, coca cola, cerveza, zumo de naranja, lo que sea, y cuanto más mejor. No es que vayamos a correr el tour de Francia, pero estás todo el día dándole al pedal y os aseguro que así se gasta muchísima energía. Si lo haces mal, puede llegar un punto sin retorno y acabarse todo. A mí me pasó una vez. Así que ya voy escarmentado.
– El equipaje que no exceda del 10% de tu peso. Vale, siempre será un poco más. Pero hay que tener cuidado con esto, porque todo kilo de más será un esfuerzo de más en cada cuesta. La ropa de licra no pesa nada, y las camisas de ir de guay y los pantacas de moda son prendas absurdas en este tipo de viajes. No digamos los jerseys de lana, o los botiquines, o los zapatos de vestir (no es coña, me encontré con una peregrina que iba andando y llevaba una mochila de 16 kilos, botiquín incluido). En cuanto te pones en marcha y pasas la primera noche fuera, te das cuenta de lo poco que se necesita en un viaje de este tipo.
Sigamos con el viaje.
El cuarto día era el más temido para mí. Me lo había avisado mi hermana Laura, que hizo el Camino del Norte un par de años antes. La entrada en Lugo es un muro, así que prepárate. La primera parte del muro era llegar a Mondoñedo (donde debía haber llegado la noche anterior, ¿os acordáis?), y después la subida gorda de 15 kilómetros sin parar. Salí disparado desde Foz, y en poco más de una hora ya me había plantado en la entrada de Mondoñedo. Las 1906 y el churrasco de la noche anterior, junto con el croissant del desayuno y la fruta y el queso de después me estaban dando la vida. Al llegar, pasé por la plaza para echar un vistazo al monasterio. La última vez que estuve alli fue hace más de 20 años, cuando hicimos el Camino andando desde Ribadeo. Parece que me estoy viendo, en la explanada frente a la iglesia, con Juanjo y José Manuel, recolectando latas de carne que las chicas no querían. Imagináos el panorama. Diez de la noche, frente a la puerta del monasterio, tres tíos calentando las latas con los infiernillos esos del ejército y comiendo como si se fuera acabar el mundo.
Lo que ocurrió en las siguientes dos horas y media es difícil de explicar. Para resumir digamos que me perdí. Otra vez, sí. Aunque esta vez tuvieron que venir a rescatarme, porque el camino que estuve recorriendo al salir de Mondoñedo durante dos horas resultó ser una senda que acababa en una cascada. Y al llegar a esa cascada la senda se acababa y había que volver. Dos horas para volver a Mondoñedo, cuatro horas perdidas, y el muro de 15 kilómetros esperándome. Es decir, imposible llegar ese día a Vilalba, con lo cual peligraban también mis planes para llegar el sábado a Santiago. Menos mal que un alma caritativa me dio el teléfono de los amigos del Camino del Norte. Llamé, se puso al teléfono un tal Juan, al que le tuve que repetir varias veces donde estaba porque no se lo creía. Cuando se lo cuente a mi hija se va a partir de risa. Pero el tío vino a buscarme en su coche. Metimos la bici como pudimos, me llevó de vuelta a Mondoñedo, y ya de paso que estábamos me llevó directito al inicio del muro de las lamentaciones. Con la moral totalmente recuperada, me despedí de mi salvador, tras darle las gracias mil veces, y me subí los 15 kilómetros en un satiamén.
Una vez arriba, llegar a Vilalba era pan comido.
El paisaje cambia a medida que nos alejamos del mar y nos acercamos a Santiago. Los caminos de Galicia tienen algo especial. A pesar del empeño de algunos en destrozar los paisajes plantando pinos y eucaliptos, aun quedan muchos bosques nativos en los que adentrarse. En ellos, hay robles y castaños centenarios que bien podrían ser el hogar de antiguas meigas , también cruceiros misteriosos plantados en medio de la nada o a la vera de las ermitas románicas; hay helechos en las veredas, que a veces tapan los mojones que indican el camino a seguir; también gatos negros que miran fijamente, sin inmutarse ante mi presencia; hay pueblos escondidos, gallos orgullosos, lagunas con nenúfares, montañas de piedra, hórreos en las laderas, y siempre, en cada rincón, en cada vereda, o pueblo, o montaña, ese continuo y característico olor a eucalipto.
Llegué al albergue hecho polvo. Solo quedaba una plaza libre, y era para mí. Arreglé las cosas, me di una ducha, estiré, y me senté al sol a liarme un cigarro. Entonces me quedé mirando a la nada, completamente vacío. Una sensación curiosa. Me pasó también media hora después, en la terraza del bar de enfrente. Me pedí una cerveza, y me quedé mirando a la carretera. Sin tomar notas, si leer nada, sin mirar al movil, sin hablar con nadie. Simplemente me quedé como en pause, mirando al frente, sin pensar en nada, disfrutando de ese momento de reseteo mental. La verdad es que resulta increíble la cantidad de cosas que pueden ocurrirte en un solo día. Solo hay que moverse, lo demás va viniendo solo. Tras un par de cervezas me invitaron a cenar unos del albergue. Cuando todo el mundo se fue a dormir, me quedé con un francés extraño y un italiano loco fumandonos un cigarro y comentando la jugada. El italiano resultó ser un elemento de cuidado. Llevaba su propia tienda y la montaba todos los días a la puerta del albuergue. Así hacía y deshacía a su gusto, entraba y salía cuando quería y se gastaba menos dinero (aun). Justo antes de irnos creo que dijo que iba a ir a la tienda a por una botella de whisky, pero me hice el tonto y me subí a dormir. No estaba yo ese día para muchos whiskys. El francés era un tipo realmente peculiar. Llevaba dos meses andando. Había salido de París y su intención era llegar a Finisterre. Llevaba la mochila llena de comida. Latas de cualquier cosa que se os pueda ocurrir, tetrabricks de leche, de zumo de naranja, pan de molde, embutido, madalenas, cafe, colacao. Llevaba tanta comida que no había sitio casi para la ropa. Y así desde París. Menudo crack. Debió acabar con las rodillas machacadas. En fin, a mí me vino bien porque me invitó a desayunar.
La siguiente etapa es una pasada. Me alejo definitivamente del infierno de la carretera nacional y me adentro en los bosques hasta Sobrado de los Monjes. El día es alucinante, pero la humedad de la semana anterior sigue presente, formando nieblas en los valles por los que voy pasando. Me espera una etapá durísima por delante. No solo por el terreno escabroso, sino porque la soledad es absoluta. Al alejarme de la nacional practicamente no veo a nadie hasta el final de la etapa. Estoy comiendo bien, y bebiendo sin parar, pero después de cinco días empiezo a estar realmente cansado. Ansío de veras llegar al monasterio, y las ansias nunca son buenas. Porque tardo mucho, muchísimo en llegar. Todo es precioso, pero ya me da igual. Cuando llego me instalo en las habitaciones del claustro. Me ducho, lavo la ropa, y busco un sitio para cenar. Necesito comerme un jabalí. Me entran por primera vez serias dudas de que pueda llegar a Santiago. Solo me queda una etapa, ¡los últimos 65 kilómetros! Pero no puedo ni andar.
Sin embargo sí que llegué.
Cené un gigantesco menú que no cabía ni en el plato. Dormí diez horas seguidas, y al día siguiente me metí un desayuno brutal en el mismo sitio donde había cenado. En realidad no dormí del tirón. Porque a eso de las cuatro de la mañana me desperté para ir al baño. Al cruzar el claustro, me paré un momento, y miré para arriba. Allí había doscientos millones de estrellas. Me quedé tan alucinado que tuve que sentarme. Encendí un cigarro y me quedé ahí mirando durante un buen rato como un pasmarote. Después, entré en la iglesia, que estaba abierta, y sentí el verdadero silencio. Tanto silencio y tanta oscuridad que hasta daba un poco de miedo. Justo me acordé del tenebroso monasterio protagonista de El Nombre de la Rosa. Así que salí de allí a paso ligero, antes de que se me apareciera algún monje con inciertas intenciones.
Los últimos 65 kilómetros que me separaban de Santiago los hice casi sin enterarme. Si no me paran, acabo otra vez en Finisterre. Como regalo de bienvenida el apóstol me tenía reservado un día soleado de esos que nunca se suelen ver en la ciudad compostelana. Además dio la casualidad de que mis hermanas, mis sobrinos y mi cuñado fueron a pasar el día a Santiago, y justo estaban en las Platerías esperándome cuando llegué. Entré en la catedral, estuve un rato con ellos, y con algunos amigos que hacía siglos que no veía, y salí de allí al encuentro de Conchi y Mónica, con las que pasé las últimas horas de la tarde tomando unas cañas en una plaza escondida, apartados del jaleo de turistas y peregrinos.
La llegada a Santiago siempre es emocionante. Llegues solo o en compañía, andando o en bici, eso da igual. Es el final del Camino, y al llegar siempre me invade una sensación que es difícil de explicar. La primera vez que llegué andando tenía dieciséis años. Con esa edad ya sabéis cómo va la movida: estás más perdido que una cucaracha en el desierto. Y lógicamente he ido dejando en el olvido muchas sensaciones y muchos momentos que viví durante esa mi primera peregrinación a Santiago. Sin embargo puedo recordar perfectamente cómo me sentí en aquel lejano Agosto del año 1989 cuando entré por la puerta de la catedral después de andar casi 300 kilómetros. Me senté en uno de los bancos del crucero, al lado de mis amigos, junto a los ochocientos que hicieron el Camino conmigo, y pensé, realmente emocionado: joder, lo he conseguido.
El botafumeiro se eleva hasta lo alto de la bóveda románica de la catedral exhalando humo de incienso, bendiciendo por igual a pecadores y a santos, limpiando las almas de los peregrinos, como antaño limpiaba el aire maloliente que producían aquellos que llegaban desde tan lejos buscando la salvación o el fin del mundo, descubriendo los caminos guiados por la vía láctea, sin nada que ponerse, sin nada que comer, sin poder limpiarse, pero con el alma llena; con fé, o quizás con espíritu de aventura, o con ansias de libertad, o necesidad de penitencia, o con todo al mismo tiempo.
Por ellos, y por todos los que año tras año siguen llegando a Santiago por un motivo o por otro, recorriendo dos mil o doscientos kilómetros, en bici o andando, por todos ellos sigue vivo el Camino.
4ª Etapa: Foz – Vilalba: 68 km
5ª Etapa: Vilalba – Sobrado dos Monxes: 60 km
6ª Etapa: Sobrado – Santiago de Compostela: 65 km