Amanece a la misma hora de siempre. Pero esta vez estoy despierto para verlo. El día de la partida siempre me produce cierto desasosiego. El desconcierto, los nervios de afrontar lo desconocido, y ese miedo, siempre presente, de pensar que es posible que esta vez no consiga llegar a Santiago. La vez anterior me quedé sin fuerzas, perdido en los montes de Coruña, deshidratado, sin poder apenas comer, destrozado física y psicológicamente. Llegué a Finisterre, tal como tenía previsto, pero tengo que reconocer que aquello fue un pequeño milagro. Esta vez será distinto, lo sé. Estoy preparado, y todo lo que venga será bueno.
Para empezar el tiempo me está respetando. Tal como estaba previsto, la lluvia, incesante los días anteriores, se ha tomado un respiro. Durante los siguientes tres días me perseguirán las nubes y los chaparrones esporádicos, pero milagrosamente saldré victorioso. Son las 9 de la mañana, y me dispongo a partir. Me indican por donde debo salir de la ciudad, monto las alforjas, hincho bien las ruedas, me pongo mis gafas rojas, me echo encima la mochila. Arranca la aventura.
Los primeros kilómetros por la ciudad de Gijón, de la que me queda el recuerdo de su casco antiguo y el permanente olor a sidra en cada rincón. Casi no me ha dado tiempo a conocerla, mucho menos a vivirla. Al llegar a Avilés, las fábricas lo pueblan todo. Circular por las grandes ciudades nunca es bueno para un ciclista. Las indicaciones escasean, y mi reticencia a usar las nuevas tecnologías provocarán que me pierda varias veces. Alguna de estas veces con consecuencias fatales. Pero una aventura es una aventura. Los caminos a seguir serán variados; a veces intransitables, otras maravillosos, otras intrascendentes, poblados de un tráfico nada romántico para el peregrino, pero siempre necesarios. Por ahora el Oeste es mi destino, después, Santiago. Lo importante siempre es llegar, importa menos el cómo, o el por dónde, o el con quién. Y métete en la cabeza, también, que el Camino es el momento. Si ocurre algo extraño, si ves algo que te sorprende, si conoces a alguien, si te apetece sentarte a mirar el paisaje, o beberte una cerveza, o tumbarte a echar la siesta en un sembrado, o bañarte en una cala escondida en los acantilados del Cantábrico, hazlo.
Y así lo hago. Intento seguir siempre el Camino, porque ese es el espíritu, aunque a veces, cuando los senderos primitivos se adentran en los valles, con descensos imposibles y subidas suicidas, no me quede más remedio que desviarme a la carretera N-634 que, como una columna vertebral, sujeta al Camino desde la lejanía del país Vasco hasta bien entrada la provincia de Lugo. Esa carretera antes maldita, pero convertida ahora, gracias a la recién estrenada autopista, en un extraño pasaje solitario en el que me voy comiendo los kilómetros sin apenas enterarme. Por eso en cuanto puedo me vuelvo a desviar al camino original, para sentir el aire de la Asturias profunda, auténtica, donde el turismo apenas existe, para vivir la soledad de sus pueblos, para sorprenderme con la elegancia de los caserones que levantaron los antiguos indianos retornados, con ese aire de ultramar mezclado con art-decó; para deslizarme entre los campos de maíz y sentir el olor a tierra mojada, a hierbas silvestres, a animales domésticos y gaviotas inmundas que picotean en los sembrados como si fueran cuervos mientras que estos las observan sigilosos desde las líneas de alta tensión; para asomarme a los profundos acantilados que casi siempre ocultan playas solitarias bañadas por mares bravíos. En mi cabeza solo cabe llegar, pero algunas veces me dejo llevar, y me bajo a la playa a darme un baño y tumbarme sobre la arena. No hay nada mejor para recuperar fuerzas.
Paso por sitios que he compartido en el pasado con personas muy queridas. Puerto de Vega, la playa del Silencio, Cudillero, Otur, los acantilados de la playa de las Catedrales, donde el mar rompe con ímpetu entre las columnas de pizarra mientras las nubes negras cubren el cielo ofreciendo un paisaje casi apocalíptico. Algunas de esas personas están ya muy lejos de mí, y al pasar por esa playa, o por ese pueblo, al recordar ese restaurante en el que compartí tantos buenos momentos, no siento la necesidad de tenerlas a mi lado. Qué sensaciones tan intensas te da el Camino. A veces me da un poco de miedo que esas sensaciones sean tan fuertes que lleguen a obviar todo lo demás. Como si no existiera nada más que mirar hacia delante, pedalear hasta la siguiente curva, escalar la siguiente montaña, descubrir una nueva playa, o encontrarte con un nuevo grupo de peregrinos con los que compartirás una cena y mantendrás una conversación apasionante y a los que ya no volverás a ver jamás. Pero así tiene que ser. Todo pasa, nada permanece, todo está por llegar. Porque como decía una placa de piedra torpemente tallada que me encontré apoyada en un mojón de piedra a la salida de Avilés: “Un Camino, una vida”. Porque es eso, una vida en miniatura, en toda su intensidad; con los mismos miedos, las mismas alegrías, los mismos sufrimientos, con esos grandes momentos que recordarás siempre, con la camaradería de los que caminan contigo, y también con la sensación de soledad que sólo aquí puedes encontrar. Los que han hecho alguna vez el Camino me comprenderán un poco. Esa soledad que disfrutas porque sabes que es temporal, que al llegar a tu destino no será más que una anécdota para contar a tu gente o para saborear en secreto. Soledad verdadera era la que sentían los primeros peregrinos, que se adentraban en aquellos caminos intransitables plagados de ladrones y asesinos, sin restaurantes ni albergues con agua caliente, durante muchos meses, jugándose la vida, para llegar a Santiago o al mismo fin del mundo, guiados por una fé para ellos verdadera, o por el simple espíritu de aventura; para purgar algún delito o por mera imposición del destino. Los que, pensando en aquellos peregrinos, dicen que el espíritu del Camino se ha perdido, no saben lo que dicen. Yo me quedo con esto. Lo otro era una penitencia, esto es casi un placer. Porque sufres, claro que sí, a veces mucho, pero después llega el reposo, y entonces la cerveza que te tomas sentado en una terraza perdida sabe mejor porque te la has ganado, lo mismo que el bocata de lomo, o la cocacola que engulles con ansiedad porque tu cuerpo te está pidiendo azúcar de un modo tal que parece que te vayas a morir si no te la bebes de un trago; lo mismo que ese trozo de queso medio derretido que guardas en la mochila por recomendación del típico peregrino espabilado, que nunca antes has apreciado, pero que en ese momento te sabe a gloria bendita.
Sin embargo, esto que leéis lo estoy garabateando en una terraza frente al puerto de Foz. Y no estoy muy animado precisamente. No sé si sabéis que Foz no está en el Camino del Norte. Llevo recorridos 200 kilómetros y me he vuelto a perder. He sido incapaz de llegar a Mondoñedo, donde tenía previsto dormir. Sólo llevo tres días de camino, pero estoy cansado, desanimado, y he tenido que reservar habitación en un hotel espantoso, cuando lo que yo quería era dormir en el albergue con todos los demás. En la terraza no hay nadie, y es ya la hora de cenar. Tengo hambre y mi cerveza se está acabando. Entonces, justo en ese momento, vuelvo a mirar al puerto, y veo una puesta de sol alucinante; con esa luz brillante, anaranjada y limpia que la tormenta nos ha dejado a su paso como un regalo fugaz, una luz que se refleja en el mar como en un espejo mientras las nubes intentan volver a cubrirlo todo. Una combinación perfecta que nunca más se volverá a repetir. Saco la cámara a toda prisa, tiro cuatro o cinco fotos, y enseguida el momento se desvanece.
Vuelvo a la terraza, me pido otra 1906. El camarero enciende una barbacoa. Le pregunto, y me contesta que para cenar hay churrasco y sardinas a la brasa. La terraza empieza a llenarse. Bob Marley canta Redemption Song. Sonrío. Puede que al final haya sido una buena idea perderse.
1ª Etapa: Gijón – Cudillero: 58 km
2ªEtapa: Cudillero – Puerto de Vega: 65 km
3ª Etapa: Puerto de Vega – Foz: 75 km
(Dale aquí para leer la segunda parte)
Estaba convencida de que eras capaz de más con las palabras.
Tengo los dientes largos, llevo mucho tiempo queriendo hacer el Camino. De momento me deleitaré leyendo tus aventuras y desventuras. Enhorabuena peregrino.
Pues ánimo que seguro que lo disfrutas. Un beso!