El tren partió de Chamartín muy despacio, traqueteando en cada cambio de vía. La ciudad ardiente y llena de vida se iba alejando poco a poco. Los primeros rayos del sol se reflejaban en los cristales de los trenes antiguos que yacían moribundos en los rincones olvidados y en las vías muertas de la estación; el contraste de esos rayos anaranjados con los grafitis obsoletos de los vagones conformaban una estampa algo misteriosa y apocalíptica. Los arrabales de entrevías iban dando paso a las nuevas urbanizaciones de Sanchinarro, Tres Cantos y Colmenar, y enseguida vinieron las montañas. Al traspasar la frontera natural de Madrid, ella no pudo evitar dar un suspiro. Aún tendría que salir del país, pero lo principal era salir cuanto antes de Madrid, y huir de todo aquello antes de que fuera demasiado tarde. Tenía contactos en Donosti. En unas horas llegaría a su destino, y estaba segura de que ellos la ayudarían a cruzar la frontera.
No quería pensar en nada, pero continuamente saltaban en su mente flashes donde podía ver, sentir, casi tocar, los personajes y los terribles momentos acontecidos en los últimos tiempos. Todavía sentía el calor de su cuerpo en sus manos. Todavía sentía su aliento. Todavía distinguía entre tinieblas su voz suplicante, su mirada incrédula, sus manos temblorosas, su tez blanqueada por el miedo. La sangre aún manchaba su cuerpo. Cerraba los ojos y volvían una y otra vez los recuerdos. Los volvía abrir y alejaba la mirada hacia el horizonte, perdida, vacía, sin sentido ya, incapaz de sentir emoción alguna por nada de lo que podía ver.
Sí, ella sabía que estaba más muerta que él. Ahora la esperarían en cada estación, la policía secreta, los picoletos y los pastores alemanes. Pero ahora ya daba igual todo: ser detenida, morir en un tiroteo, tirarse a las vías cuando pasara el expreso de Valladolid, eso ya no importaba. Lo peor ahora era llegar a su destino sin aliento, sin alma, completamente rota por dentro, para recibir las felicitaciones de sus superiores por la misión cumplida, junto con un pasaporte que la alejaría de este mísero país para siempre, y dinero, claro. Dinero que compraría su amor a la patria y su traición al amor verdadero. Traicionó a lo único que daba sentido a su vida para salvar a un desconocido que nunca se lo agradecería lo suficiente.
Pasaban los pueblos, las estaciones, los postes de las catenarias, se alejaban los recuerdos. Pero cuanto más se adentraba en los campos de Castilla, cuanto más se acercaba a su futuro frío, incierto y solitario, más hundida se sentía. No podía pensar, sólo sentir. No podía mirar por la ventana y dejarse llevar por el ronroneo del tren, dando rienda suelta a los pensamientos ocultos, no podía sentir esa relajación de expansión del alma que se experimenta en un tren o un autobús durante el corto periodo de tiempo en que sencillamente vas de un lado a otro, y sólo vas, porque ya no tenía alma. Su alma murió con él. Sus sentimientos quedarían encarcelados en su corazón durante mucho, muchísimo tiempo.
Era incapaz de pensar, pero también de sentir. Acaso sentir dolor, porque la más mínima brizna de luz, la más insignificante muestra de la naturaleza, cualquier ojo que mirara, boca que hablara, olor que le llegara, alma que respirara, le conducían irremediablemente al recuerdo cruel de lo único que le había importado en la vida. Todo eso ahora se había perdido, sólo quedarían los recuerdos, pero esos recuerdos, que con la lejanía del tiempo se van idealizando y formando parte del pasado feliz, ahora sólo le hacían sentir dolor. Un dolor punzante y agudo que se le clavaba dentro y le impedía respirar, hablar, y apenas moverse.
Al pasar Orduña, el tren se adentró de lleno en el País Vasco, y el paisaje cambió bruscamente. Las anchas praderas, las largas rectas, los lejanos horizontes de secano, tornaron en un paisaje selvático y montañoso. Los escasos pueblos desperdigados en la meseta se iban convirtiendo en pequeñas aldeas, iglesias solitarias, y caseríos colgados de las altas cumbres, desafiando orgullosos a la gravedad. Bosques de pinos, robles, hayas, castaños, lo poblaron todo en unos momentos. Entrabamos en el país de las hadas, en la tierra de sus antepasados, volvía a su niñez, a su juventud, al pasado al que había renunciado muchos años atrás. Se sobrecogió. Subió los pies al asiento, agarrándose las piernas con fuerza, en posición fetal, y sintió por primera vez en mucho tiempo un gran alivio. Estaba otra vez en casa.
Al llegar a Irún la estaban esperando. Tan sólo el comisario Alonso y sus dos ayudantes daban vida a una estación oscura y húmeda. También la lluvia le daba la bienvenida. Se paró un momento, observándolo todo con emoción. La lluvia, la humedad, esos olores. Sólo se oía el sonido de los trenes, lo demás era silencio. Él la miraba con orgullo desde la puerta del pequeño apeadero. Los otros la miraban temerosos, con respeto y admiración. No la conocían, ni ella a ellos tampoco, pero todo el mundo sabía lo que había hecho. El comisario sí la conocía bien, y vio en ella una mirada llena de miedo y desesperanza. Él sí sabía todo lo que había pasado, él sabía que los honores, el éxito, el dinero, el reconocimiento, no significaban nada para ella. Siempre había sido así. Al llegar hasta ellos, nadie dijo nada, nadie se movió. Bastó una mirada inquisidora del comisario para que uno de sus ayudantes, el más bajito y con cara de pasmado, se hiciera cargo del equipaje. Un cruce de miradas, él de satisfacción contenida, ella de tristeza, y se dirigieron al coche. Caminaban dos o tres pasos por detrás de los novatos. Él comisario la agarró con cariño paternal del hombro, y la besó en la mejilla. Ella le abrazó con fuerza, y no pudo reprimir el llanto.
– Me quiero morir, mi comisario. Ya no tengo nada. Ya no soy nada.
Antes de entrar en el coche, volvió la mirada otra vez hacia la estación. Su hermano seguía allí, apoyado en la puerta, con su pose desafiante, con ese estúpido orgullo que tanto le había cegado siempre, con esa mirada tan llena de odio. Incapaz de ver más allá de su realidad, incapaz de querer a nadie que no pensara como él. Como todos esos canallas que le habían envenenado la vida; a él, a ella, a su familia, a sus amigos, a todos. Verle ahí le había devuelto de golpe a la realidad de un pasado, que aunque lejano, parecía mezclarse dolorosamente con el presente. Después de tantos años, pensaba ella, nada había cambiado. Ni las ausencias, ni las muertes, ni la cárcel, ni el fracaso, ni el futuro imposible, nada era capaz de conmover y hacer cambiar su corazón de piedra. Aún con todo, él estaba allí, y había ido a verla. Con las manos en los bolsillos, y con el eterno cigarrillo colgando de la comisura del labio, se acercó al coche con paso firme. Ella hizo una leve señal al conductor para que no iniciara la marcha.
Al llegar, se asomó por la ventanilla.
– Ama quiere verte
– Hola, Aitor.
Se dio la vuelta y se marchó.
El comisario retorcía el paquete de tabaco hasta pulverizar todos y cada uno de los cigarrillos. Una lágrima, salada y amarga, rodaba lentamente por la cara de ella. Pero sólo una. Como siempre, su expresión triste al segundo se volvía dura, el corazón partido se paraba un momento, y arrancaba con furia de nuevo. La pena y el rencor no tenían cabida en ella. Pero el comisario no podía soportar ver el desprecio que todos le mostraban. Le acarició la cara con cariño, y ella posó en su mano la cabeza, serena, tranquila, sin rabia, pero con tristeza. Su preciosa carita de niña bien estaba marcada para siempre por el dolor.
Sus ojos grises, antes tan profundos y arrebatadores, ahora carecían de vida.