Si sale corre el riesgo de que le vea. Así que decide pedir otra cerveza, y se pone a observar al pincha. Discos de vinilo. Tocadiscos con agujas de diamante. Resquicios de una época tan lejana. No recuerda haber visto uno de esos aparatos giratorios en ningún otro sitio de Madrid. Debe de haber miles de discos. Algunos tendrán treinta o cuarenta años. Ramones, la Velvet, los Sirex, Bowie. Eso no sonaba ya en ningún sitio. Los observa despacio. Mientras, una chica se para a su lado. Escucha como pide una cerveza.
–Hola, Henry. Ha pasado mucho tiempo.
Es Isabel. Sabía que le había visto. Henry calla, ignorándola otra vez. Ella insiste.
–No te preocupes. Esta noche hay tregua. Además, los garitos de Malasaña son suelo sagrado.
Él se da la vuelta, por fin, se deshace del miedo inicial, y la mira con desprecio. Qué demonios, piensa, ¿qué es lo peor que podría pasarme si me detuviera? Sabe que si eso ocurriera, en tres días aparecería colgado del Viaducto de la calle Segovia, sin juicios, sin contemplaciones. Pero por otra parte… eso es precisamente lo que él pensaba hacer esa misma noche.
–Supongo entonces que esta noche te quitarás el disfraz de hija de puta.
–Efectivamente. Y tú el de matón sin escrúpulos.
–Es curioso que me hables tú de escrúpulos. Cuando…
Ella le tapa la boca con la mano, y le sonríe. Una vez habían sido amigos, compañeros de mil batallas, cuando la había entrenado durante meses, durante su estancia en los servicios secretos, muchos años atrás, cuando todavía creía en su país, y juraba dar la vida por él.
–Esta noche no. Ven. Quiero presentarte a alguien.
–¿Y se puede saber qué coño pasa esta noche?
–¿Pero en qué mundo vives, hombre? Mañana es Navidad.
Él la mira, confuso, y siente un breve pero profundo escalofrío. ¿Otra vez Navidad? Qué rápido ha pasado el tiempo.
–Déjalo. No tengo el día muy fino, hoy.
–Como quieras –ella se da la vuelta con la cerveza que acababa de pedir, pero antes de dejarle, acerca su boca al oído de él–. Tienes cinco minutos para largarte de aquí. ¿De acuerdo? Yo no te he visto.
Él asiente con la cabeza. La Dama de Hielo nunca estaba en tregua. El metro ya está cerrado, así que no hay escapatoria. En condiciones normales, una ocasión así ella no la habría desperdiciado. Así que decide, prudentemente, aprovechar su suerte y largarse de allí lo más rápido posible. Al salir, ve luces azules y verdes. Casas bailando. Tejados retorcidos. Cristales en el suelo. Olor a pis de perro. Y de pronto todo oscuro.
Al despertar del chute se dirige a su destino. La niebla lo cubre todo. Los efectos de las pastillas han amainado, ya no lo ve todo azul y verde. Ahora todo es gris. El cielo, la catedral, la iglesia de San Miguel, la calle Segovia. Todo lo inunda ese tono tristón, grisáceo y blanquecino, provocado por el frío y la niebla. Mira hacia abajo. El suelo no parece estar tan lajos. Sin embargo sabe que todos los que cayeron cumplieron las expectativas y desaparecieron del mundo de los vivos. Él no caerá, no. No quiere matar a nadie más, no quiere que nadie vea su cuerpo hecho pedazos. Ata entonces el extremo de una cuerda a la baranda descascarillada del viejo viaducto de la calle Bailén, y se la anuda a su cuello por el otro extremo. Observa por última vez su querida ciudad. De pronto se acumulan un montón de recuerdos, de sensaciones, no necesariamente malas todas, que lo abruman y lo hacen dudar. Pero enseguida piensa en ella, y una punzada de dolor vuelve a recorrer su corazón, todo su cuerpo, un dolor que ya no puede soportar. !Qué coño!, yo ya he vivido suficiente, y esto que me espera no es vivir.
Entonces escucha un sonido. Alguien está llamando.
Mira el móvil. No puede creer lo que ve. Vuelve a sentir escalofríos. Es ella. La mujer que lo había abandonado, arruinado y desahuciado, aquella que se había quedado con todo lo que tenía, incluido sus dos hijas; esa malvada a la que solía insultar por las calles oscuras de Malasaña las noches de borrachera, que eran casi todas; la causa por la que había decidido terminar con todo de una vez en esa misma noche. Sí, esa mujer que tanto lo había despreciado, pero a la que, a pesar de todo, seguía queriendo, más incluso que a su propia vida. Descuelga. Oye su voz.
–Hola, Henry…
Parece nerviosa. Él no contesta. No puede.
–Me preguntaba si… tenías pensado ir a algún sitio esta noche.
–¿Y dónde te imaginas que iba a ir? – Contesta él, al fin.
Silencio.
–Claro… Esto… oye, Henry, había pensado… que igual… no sé… ¿quieres venir a cenar esta noche? A las niñas les hará ilusión.
¿A las niñas? Qué mentirosa has sido siempre ¿También a tus padres? Piensa, sonriendo con desidia. Calla otra vez durante unos segundos, antes de contestar. No era propio de ella hacer esa llamada. No la había hecho el año pasado, ni el anterior tampoco. No le había llamado más que dos o tres veces en los tres años que llevaban separados. Dios mío, ¡Han pasado ya tres años! Su corazón late con fuerza, con mucha fuerza. Recuerda aquellas sensaciones, ya olvidadas, aquel primer año cuando temblaba sólo al oír su voz, cuando alargaban los encuentros hasta altas horas de la madrugada, amándose y contándose los más oscuros e inconfesables secretos. Y de pronto se olvida de todo lo que ha sufrido en los últimos años. Olvida el daño que se habían hecho, el desprecio con el que ella le había tratado, el odio de la familia de ella, la vergüenza que sentían sus propias hijas en su presencia. Se olvida de por qué está allí, subido a la barandilla del viaducto, a punto de acabar con todo. Tan sólo una palabra tuya bastará para sanarme. Recuerda ese pasaje de la Biblia. Cambia sanar por salvar, o por embrujar. Una palabra por una llamada, y el significado es el mismo. Tan sólo un una palabra tuya bastará para salvarme, un susurro tuyo me seguirá embrujando para siempre. ¡Cómo es posible!
–Puede que me pase, si…
Cuelga el teléfono. Duda por un instante. Mira hacia abajo, vuelve la mirada hacia la cuerda atada ya a su cuello, escucha tímidos murmullos de ánimo, que le suenan a patético consuelo, entre los curiosos que ya empiezan a acercarse. Se quita lentamente la soga del cuello, y se baja de la baranda, pero deja el otro extremo atado. Nunca se sabe.
–Quizás mañana tenga aún más motivos para hacer esto –murmulla para sí–. O puede que ya no tenga ningún sentido hacerlo. Puede que, al fin y al cabo, merezca la pena vivir un día más.