Vierte en una coctelera la visceralidad de David Cronenberg (La mosca, 1986), la introspección tan onírica como terrorífica de David Lynch (Mulholland Drive, 2001), la inquietante puesta en escena de Stanley Kubrick (El resplandor, 1980) y algo de la tecnología y el negro sentido del humor de Paul Verhoeven (Robocop, 1987), sírvelo mezclado, no agitado (que diría James Bond) y obtienes una maravilla tan sorprendente, perturbadora y cruelmente divertida titulada LA SUSTANCIA (2024) dirigida por Coralie Fargetat y protagonizada por una resucitada, tanto en la realidad como la ficción, Demi Moore. Un festín no apto para estómagos sensibles ni mentes cuadriculadas que, si estás libre de prejuicios, te va a volar la cabeza…
Lo primero a destacar, la brillante premisa: una estrella del cine (Elizabeth Sparkle – Demi Moore) que ha derivado en presentar un programa de fitness a lo Jane Fonda (o, tirando de lo patrio, Eva Nasarre), empieza a ser víctima de su edad una vez superados los 50: su físico ya no es lo que era y, en un mundo, sobre todo el del espectáculo, donde uno no vive de lo que fue, sino de lo que es, supone que su carrera comienza a caer en picado sin que nada, ni nadie, pueda evitarlo. Hasta que aparece un misterioso producto en su vida: LA SUSTANCIA. La posibilidad de crear un alter ego mejorado de sí misma: joven, sin arrugas ni flacidez, arrolladora y despampanante. Dos personas en una con una sola regla: una semana en la vida real para el nuevo yo (Sue – Margaret Qualley) y otra para el original (y decadente) Sparkle – Moore. Sin excepción. Y ahí surge el conflicto: mientras la versión mejorada aprovecha sus semanas alternas para alcanzar el estrellato y vivir una segunda juventud, la original es testigo en las suyas de que no hay vuelta atrás en su decadencia y que es ahora su versión mejorada quien tiene lo que ella tuvo y jamás podrá revivir. Todo ello deriva, evidentemente en un enfrentamiento en el que ambas, no olvidemos que son la misma persona, tienen todas las de perder. Porque la victoria de cualquiera de ellas supone la derrota de la otra y, por tanto, de sí misma.
Por vuestro disfrute de esta joya, hasta ahí puedo leer. Pero la reflexión es obvia y todo lo que sucede a continuación nos traerá a la mente todos esos rostros y cuerpos desfigurados de estrellas mediáticas que no han sabido, o querido, envejecer, y han pasado por tantos quirófanos que primero se convierten en caricaturas de sí mismas y, posteriormente, en monstruos andantes a los que habría que preguntar qué sienten cada vez ven su reflejo en el espejo.
Crítica mordaz a los cánones de belleza, a la futilidad y mortalidad de la fama, a la presión mediática, la encarnizada lucha por el éxito a cualquier precio y, lo más peligroso, la envidia a uno mismo, a ese yo que fue y se ha desvanecido, a ese yo en que nos hemos convertido y del que renegamos en virtud del que fuimos, hacen de LA SUSTANCIA una película imprescindible que implica reflexiones viscerales más que intelectuales y que se merece cada entrada que se pague por verla.
Un único pero: en una época en la que, con toda la razón, se reivindica la igualdad ¿por qué todos los personajes masculinos de LA SUSTANCIA, con Dennis Quaid a la cabeza, son unos gilipollas?