– ¿Y dónde está el arca, padre Benito?
– En ningún sitio. Toda esa historia es una metáfora de…
– ¿Y las tablas de Moisés?
– Tampoco. Forman parte de la de la misma historia y representan…
– ¿Y el arca de Noé? ¿Es que tampoco hubo diluvio?
– Pues no exactamente. En realidad se trata de…
– Jopé…
Y dejé de escuchar. Porque yo era un niño de 4º de EGB que hacía poco había visto En busca del arca perdida, y él un cura del colegio Valdeluz, muy de “moda” últimamente por cuestiones escabrosas que no vienen al caso, que estaba dilapidando mi ilusión arqueológica por encontrar artefactos que, si él lo decía, para eso era el experto, no existían.
“Metáforas”, pensé.
MENTIRAS…
Así fue como lo interpreté a tan tierna edad.
Que podían trasladarse al resto de relatos increíbles sobre panes y peces multiplicados, gente caminado sobre las aguas, embarazos embarazosos, resurrecciones, guerras en el cielo, torres que querían alcanzarlo, trompetas que destruían murallas, plagas exterminadoras, manzanas “envenenadas” y, sobre todo, un Creador con muy mala uva. Material de primera para hacer grandes películas de terror y aventuras porque, coño, algunas de esas leyendas acojonan más que un desnudo de la Duquesa de Alba. Pero, lo que son las cosas, cada vez que veía una película inspirada en cuestiones bíblicas todo eran sermones, sandalias y túnicas, barbas blancas y una limpieza prístina que habría cortado las alas y hundido en una profunda depresión a los inventores del detergente, la fregona… y las escobas.
He tenido que esperar más de 30 años para que alguien lleve a la gran pantalla una de esas “lo que sea” con toda la suciedad y crueldad que se merecen. Con monstruos y grandes batallas. Sangre, barro y vísceras. Más cerca de la contaminada atmósfera de Mad Max o La carretera que de cualquiera de esas películas que bombardearán las televisiones esta Semana Santa. Con secuencias delirantes e imágenes de pesadilla que te estrujan los huevos y te dejan la garganta seca. Es cierto que Noé se da un aire a El Señor de los Anillos. Con una diferencia, tan cristiana como bíblica: no es un cuento para niños. Y si alguien que, milagro, la viera sin saber nada de las Santas Escrituras, sin haber sido “manipulado” desde la infancia con la excusa de inculcarle unos valores igual de infantiles, trasladándole mensajes contradictorios (con el incesto a la cabeza, convirtiendo en pecado mortal la huella de nuestro “linaje”) y negando lo que dice la Ciencia (en lugar del mono, una costilla), te diría “Joé, vaya imaginación tiene quien la ha escrito. La historia es cojonuda”.
Porque la eterna lucha entre el bien y el mal es tan antigua como el hombre. Porque es él, tú, yo, nosotros, quién la encarna, de noche y de día, por el conflicto entre sus sentimientos y sus instintos. Y es todo un alarde de creatividad ilustrar esa Naturaleza de forma antinatural. Intentando encontrar, más que una respuesta, un consuelo a golpe de mitología que, cuando no es como la nuestra, aunque sí igual de absurda, nos provoca risa. Cada cual cree lo que quiere creer. Como he escuchado esta mañana a una mujer que hablaba con sus amigas de los robos de perros en el barrio utilizando hembras en celo como cebo:
– No es que me lo hayan contado, es que me lo han dicho.
El “pecado” no reside en la palabra, chavalería.
Sino en nuestras orejas.
Que del mismo modo que amplifican un soplo de aire hasta convertirlo en tormenta, otras veces son víctimas de la vagancia…
La ignorancia…
Y la sordera.