Leo “El contable hindú”, de Leavitt, con la misma languidez que sus protagonistas, Hardy y Ramanujan, pasean por los aristocráticos senderos de Trinity College. Si miró a través de mi ventana, casi veo al club de remo, entre la niebla, entrenando en la piscina de mi casa. Me transporto a las reuniones secretas de su hermandad a la vez que aspiro el olor a madera de las habitaciones y salones del college. Percibo la brillantez de algunos de las mentes más geniales de la historia a través de un ambiente académico rígido, pero más permisivo con la homosexualidad y la infidelidad consentida dentro del matrimonio de lo que en un principio pudiéramos pensar para la segunda década del siglo XX.
Es ésta, una de las pocas ocasiones en las que me gusta más una novela, no por la historia principal que la provoca –la del contable hindú-, sino por todo lo demás. Casi molesta que el argumento principal nos distraiga de seguir descubriendo su envoltorio, una trama que, basada en hechos reales, parece solo una excusa para ofrecernos una fotografía perfecta de la élite de Cambridge, la sociedad de la época o la relación colonial, en un momento crítico, entre Inglaterra y la India.
Es como la vida misma. Nos entretienen los pasatiempos interminables que día a día nos ocupan haciéndonos olvidar esa trama principal, que no es otra que su carácter temporal.